Page 49 - Amor en tiempor de Colera
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Lorenzo Daza. Mojó el cabo del tabaco en el anisado, le dio una chupada sin humo, y
                    concluyó con la voz afligida:
                          -Apártese de nuestro camino.
                          Florentino Ariza lo había escuchado  bebiendo a sorbos el aguardiente de anís, y
                    tan absorto en la revelación del pasado de Fermina Daza que no se preguntó siquiera qué
                    iba  a decir  cuando tuviera que hablar. Pero llegado  el momento se  dio  cuenta  de que
                    cualquier cosa que dijera comprometía su destino.
                          -¿Usted habló con ella? -preguntó.

                          -Eso no le incumbe a usted -dijo Lorenzo Daza.
                          -Se  lo pregunto -dijo  Florentino  Ariza- porque me  parece que  la  que tiene que
                    decidir es ella.
                          -Nada  de  eso -dijo  Lorenzo  Daza-:  esto  es un asunto de hombres y se  arregla
                    entre hombres.
                          El tono se había vuelto amenazante, y un cliente de una mesa cercana se volvió a
                    mirarlos. Florentino Ariza habló con la  voz  más tenue pero con la resolución más
                    imperiosa de que fue capaz:
                          -De todos modos -dijo- no puedo contestar nada sin saber qué piensa ella. Sería
                    una traición.
                          Entonces Lorenzo Daza se  echó hacia  atrás en  el asiento con los párpados
                    enrojecidos y húmedos, y el ojo izquierdo giró en su órbita y quedó torcido hacia fuera.
                    También bajó la voz.
                          -No me fuerce a pegarle un tiro -dijo.

                          Florentíno Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz
                    no le tembló, porque también él se sintió iluminado por el Espíritu Santo.
                          -Péguemelo -dijo, con la mano en el pecho-. No hay mayor gloria que morir por
                    amor.

                          Lorenzo Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo
                    torcido. No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por sílaba:
                          -¡Hi-jo-de-pu-ta!
                          Aquella misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido. No le dio explicación
                    alguna, sino que irrumpió en el dormitorio con los bigotes sucios por la cólera revuelta
                    con el tabaco masticado, y le ordenó que hiciera el equipaje. Ella le preguntó para dónde
                    iban,  y él contestó:  “Para la  muerte”.  Asustada  por aquella  respuesta  que se  parecía
                    demasiado a la verdad, trató de enfrentarlo con el coraje de los días anteriores, pero él
                    se quitó el cinturón con la hebilla de cobre macizo, se la enroscó en el puño, y dio en la
                    mesa un correazo que resonó en la casa como un disparo de rifle. Fermina Daza conocía
                    muy bien el alcance y la ocasión de su propia fuerza, de modo que hizo un petate con
                    dos esteras y una hamaca, y dos baúles grandes con todas sus ropas, segura de que era
                    un  viaje sin regreso.  Antes de  vestirse, se encerró en el  baño y alcanzó  a escribirle  a
                    Florentino Ariza una breve carta de adiós,en una hoja arrancada del cuadernillo de papel
                    higiénico. Luego se cortó la trenza completa desde la nuca con las tijeras de podar, la
                    enrolló dentro de un estuche de terciopelo bordado con hilos de oro, y la mandó junto
                    con la carta.
                          Fue un viaje demente. La sola etapa inicial en una caravana de arrieros andinos
                    duró once jornadas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada, embrutecidos
                    por soles desnudos o ensopados por las lluvias horizontales de octubre, y casi siempre
                    con el aliento  petrificado  por  el vaho  adormecedor  de los precipicios. Al  tercer  día  de
                    camino, una mula enloquecida por los tábanos se desbarrancó con su jinete y arrastró
                    consigo la  cordada  entera,  y  el alarido  del hombre  y su racimo de siete animales

                                                                              Gabriel García Márquez  49
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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