Page 46 - Amor en tiempor de Colera
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protagonistas. Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de
                    puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de
                    cesáreas de carniceros.  Algunas  se hacían  llevar durante el  día a sus  hijos  menores,
                    frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban  las ropas tan
                    pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez.
                    Cada una cocinaba  lo  suyo, y nadie comía  mejor  que Florentino Ariza  cuando lo
                    invitaban, porque escogía lo mejor de cada una. Era una fiesta diaria que duraba hasta el
                    atardecer, cuando las desnudas desfilaban cantando hacia los baños, se pedían prestado
                    el jabón, el cepillo de dientes, las tijeras, se cortaban el pelo unas a otras, se vestían con
                    las ropas cambiadas,  se pintorreteaban como payasas lúgubres,  y salían  a cazar  sus
                    primeras  presas  de  la  noche. A  partir de entonces, la  vida  de  la  casa se volvía
                    impersonal, deshumanizada, y era imposible compartirla sin pagar.
                          No  había  un  lugar donde Florentino Ariza estuviera mejor  desde que  conoció  a
                    Fermina Daza, porque era el único donde no se sentía solo. Más aún: terminó por ser el
                    único  donde se sentía con  ella. Tal  vez  era  por los mismos motivos  que vivía allí  una
                    mujer mayor, elegante, de una hermosa cabeza plateada, que no participaba de la vida
                    natural de las desnudas, y a quien éstas profesaban un respeto sacramental. Un novio
                    prematuro la había llevado allí cuando era joven, y después de disfrutarla por un tiempo
                    la  abandonó  a su suerte. Sin  embargo, a pesar  de su  estigma, logró casarse bien. Ya
                    muy  mayor, cuando se quedó sola, dos  hijos  y  tres hijas  se disputaron  el gusto de
                    llevarla a vivir con ellos, pero a ella no se le ocurrió un lugar más digno para vivir que
                    aquel hotel de perdularias  tiernas. Su cuarto permanente  era  su  única casa,  y  esto  la
                    identificó de inmediato con Florentino Ariza, del cual decía que llegaría a ser un sabio
                    conocido en el mundo entero, porque era capaz de enriquecer su alma con la lectura en
                    el paraíso de la salacidad. Florentino Ariza, por su parte, llegó a tenerle tanto afecto que
                    la ayudaba en las compras del mercado, y solía pasar algunas tardes conversando con
                    ella. Pensaba que  era una  mujer sabia en  el amor, pues le dio  muchas luces  sobre  el
                    suyo, sin que él tuviera que revelarle su secreto.
                          Si antes de conocer el amor de Fermina Daza no había caído en tantas tentaciones
                    al alcance de la mano, mucho menos iba a hacerlo cuando ya era su prometida oficial.
                    Así que Florentino Ariza convivía con las muchachas, compartía sus gozos y sus miserias,
                    pero ni a  él  ni  a  ellas se les  ocurría ir  más lejos. Un hecho imprevisto demostró la
                    severidad de su determinación. Cualquier día  a las seis de la  tarde, cuando  las
                    muchachas se  vestían para recibir a los clientes de la noche, entró  en su  cuarto la
                    encargada de la limpieza en el piso: una mujer joven pero envejecida y macilenta, como
                    una penitente vestida en la gloria de las desnudas. Él la veía a diario sin sentirse visto:
                    andaba por los cuartos con las escobas, con un cubo para la basura y un trapo especial
                    para recoger del  suelo  los preservativos  usados. Entró  en  el cubículo donde Florentino
                    Ariza  leía, como  siempre,  y como siempre barrió con  un  cuidado  extremo para no
                    perturbarlo. De pronto pasó cerca de la cama, y él sintió la mano tibia y tierna en la cruz
                    de su vientre, la sintió buscándolo, la sintió encontrarlo, la sintió soltándole los botones
                    mientras la respiración de ella iba colmando el cuarto. Él fingió leer hasta que no pudo
                    más, y tuvo que esquivar el cuerpo.
                          Ella se asustó, pues la primera advertencia que le hicieron para darle el empleo de
                    barrendera fue  que  no intentara acostarse  con los clientes. No tenían que  decírselo,
                    porque  era de las que pensaban que  la prostitución no  era acostarse por  dinero, sino
                    acostarse con desconocidos. Tenía  dos  hijos, cada uno de un marido diferente, y no
                    porque fueran aventuras casuales, sino  porque no había conseguido  amar a uno que
                    volviera después de la tercera vez. Había sido hasta entonces una mujer sin urgencias,
                    preparada  por su naturaleza para esperar sin desesperar, pero la vida de aquella casa
                    era más fuerte que sus virtudes. Entraba a trabajar a las seis de la tarde, y pasaba la
                    noche entera de cuarto  en cuarto,  barriéndolos  con  cuatro escobazos,  recogiendo los
                    preservativos, cambiando  las  sábanas.  No era fácil imaginar la cantidad  de  cosas  que
                    dejaban los hombres después del amor. Dejaban vómitos y lágrimas, lo cual le parecía
                    comprensible, pero dejaban también muchos  enigmas  de la  intimidad:  charcos  de
                    sangre, parches de excrementos,  ojos  de  vidrio, relojes de oro,  dentaduras postizas,
                     46  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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