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Introducción












        Cuando en la segunda mitad del siglo XVIII Lavoisier presentó una
        lista de los elementos que componían el mundo, los dividió en
        cuatro grupos. Por un lado estaban los metales, como el plomo
        o el hierro - de los que identificó 17- ; por otro, las «tierras»:
        silicio, magnesio, calcio y aluminio; también estaba el grupo de
        aquellos elementos que por oxidación producen ácidos, como el
        azufre, el fósforo y el carbono; y finalmente el grupo del oxígeno,
        el nitrógeno y el hidrógeno, junto con dos sustancias sin peso, los
        imponderables: la luz y  el calórico. A ambos habría que añadir
        también el éter, fluido  sutil que llenaba el espacio y permitía a
        la luz viajar por él, y los fluidos eléctrico y magnético. Los cinco
        se mantendrían como sustancias enigmáticas, ambiguas e inac-
        cesibles hasta bien entrado el siglo XIX.  «Son los imponderables,
        el calor, la electricidad y el amor, quienes gobiernan el mundo»,
        escribiría en 1858 el médico y fino humorista americano Oliver
        W endell Holmes.
            A mediados del siglo XIX,  todo eso cambió. El calórico, la sus-
        tancia que se suporúa era la responsable de que los objetos se ca-
        lentaran, desapareció de los libros de física gracias al esfuerzo de
        numerosos científicos: Ber\jamin Thompson, James Joule, William
        Thomson, Hermann von Helmholtz ...  Pero la desaparición de las
        sustancias eléctrica y magnética se debe, ante todo, al trabajo de
        una única persona, James Clerk Maxwell. Es cierto que Maxwell






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