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la que nos encontramos al intentar comprender la inmensidad
del universo.
Darse cuenta de que el universo no se acaba donde se pen-
saba en la Antigüedad y comprender que los átomos no son la
mínima unidad constituyente de la materia han sido algunos de
los hitos decisivos en la historia de la ciencia, en especial de los
últimos dos siglos.
¿Cómo estudiar los átomos? Por mucho que todo lo que per-
cibimos como materia esté constitúido por átomos, su tamaño
minúsculo hizo que durante siglos se polemizara incluso sobre la
posibilidad de su existencia. A principios del siglo xx, los físicos
se encontraban ante el átomo como los seis sabios ciegos de la
India ante un elefante: uno palpaba la trompa, otro el costado,
otro los colmillos, otro las patas, otro la cola y otro las orejas,
y cada uno concebía una realidad con fenómenos radicalmente
diferentes. Desde frentes distintos, ya fueran la radiación, el mo-
vimiento browniano, o los espectros de absorción y de emisión,
se tenían indicios sobre su existencia, pero siempre era de forma
indirecta, de tal modo que para muchos científicos la hipótesis
atómica resultaba incluso metafísica o, expresándolo de otro
modo, palabrería.
Emest Rutherford, hombre corpulento y amante del rugby,
fue el físico que logró descerrajar la caja fuerte que hasta ese mo-
mento había constituido el átomo para, efectivamente, llegar a
conocer su interior. Esta es una de las razones por las que está
considerado como el físico experimental más importante del si-
glo xx. Gracias a su metodología y a sus técnicas de investigación,
pudo conocer la estructura fundamental que comparten todos los
átomos. Para ello se sirvió de unos medios sencillos y elegantes.
En la actualidad, por ejemplo, usamos sofisticados aceleradores
de partículas y avanzados detectores para estudiar los elementos
todavía mucho más fundamentales de la materia mediante colisio-
nes, de forma extremadamente controlada y precisa. Rutherford
no contaba con nada parecido ni remotamente. Aun así, descubrió
que el interior de los átomos contenía una estructura todavía más
minúscula, de un tamaño con relación a aquel semejante al de una
mosca en una catedral, o a la cabeza de un alfiler en un estadio de
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