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Introducción
Cualquier estudiante que haya cursado matemáticas superiores
durante los tres últimos siglos ha oído hablar del último teorema
de Fermat. Pierre de Fermat era un matemático curioso. Nunca
publicó un libro con su nombre. Todo lo más, escribió sus ideas en
cartas o bien las circuló en manuscritos. Al parecer, le bastaba
convencerse a sí mismo de que había demostrado un resultado
para darlo por bueno, sin molestarse en escribir detalladamente la
prueba. De ahí que su herencia representara un gran reto para los
matemáticos que lo sucedieron, pues tenían que probar casi todo
lo que Fermat había proclamado que era verdad. Y poco a poco lo
hicieron -alguna vez lo refutaron- salvo en el caso de un ende-
moniado problema que nadie sabía demostrar ... ni tampoco refu-
tar. Se trataba del último, una anotación casual que el autor dejó
en un margen de una edición de un libro de Diofanto de Alejandría.
Contra él se estrellaron algunas de las mentes más esclarecidas
que ha dado la matemática, empezando por el suizo Leonhard
Euler, el matemático más prolífico de todos los tiempos.
Todos esos estudiantes escucharon alguna vez de boca de sus
profesores que dicho teorema nunca había sido demostrado, con-
virtiéndose en uno de los problemas matemáticos más antiguos
todavía vigentes a finales del siglo xx. Todos ellos se asombraron
cuando un profesor escribió en la pizarra el enunciado del teo-
rema. El enunciado era sencillísimo y cualquier alumno de secun-
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