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Nueve Mujeres: Liderazgos que Inspiran
  en Chillán, hacia la cordillera, cerca de Coihueco. Mi abuela vendía gallinas y huevos, nada más, pero hizo de ello una fuente de ingresos extraordinaria y poco a poco fue convirtiendo su negocio en una pyme muy exitosa”.
A la abuela Amelia la disfrutó hasta los 20 años, pero no a la abuela paterna, que murió cuando Vivianne tenía apenas ocho. Y aunque no poseía la energía de la alemana, ni su capacidad de trabajo ni su rigor, “era un soñadora absoluta, y siempre la recuerdo como una gran lectora, a la que le fascinaba la cultura. Todo el tiempo me hablaba de Europa, del arte, de las bellezas de ese continente. Era además una gran cocinera”.
Cambiando el Mundo
La madre de Vivianne Blanlot “en la práctica llevaba el pandero de la familia, con esa cosa tan cariñosa y acogedora que tenía. Era amistosa con todo el mundo, expansiva, espontánea, algo de lo que yo carezco, porque soy la fomedad misma. Los cócteles son para mí una pesadilla, me aburre hablar de temas livianos, no sé qué hacer. En cambio mi mamá y mi hermana son las reinas de la fiesta”.
De ese crisol emergió Vivianne Blanlot, quien al llegar a Santiago a terminar el colegio, después de toda su infancia y parte importante de su adolescencia en Punta Arenas, hizo la diferencia con sus pares. Los dos últimos años del colegio le significaron entrar a la universidad con un promedio de 6,9.
Pero con todos los éxitos que logró en Santiago, ella prefería ese mundo de ensueño, de muchas primas, todas mujeres, que correteaban a los pollos y las gallinas en el fundo de la abuela Amelia en el verano; de amigas y amigos, en Punta Arenas donde no existían las clases sociales; de “tíos”, que eran obreros bajo el mando de su padre; de gran actividad política juvenil; de salir a la calle a protestar cuando, por ejemplo, los soviéticos invadieron Checoslovaquia. “Era una vida muy rica, y hasta el día de hoy lo siento como algo muy calentito en el alma, un refugio en los malos momentos de la vida...”.
El colegio de Punta Arenas era muy exigente, de modo que no fue difícil ingresar a la universidad con 730 puntos, cuando tenía apenas 17 años. Lo que más le apasionaba en esa época era la arquitectura, porque le encantaba el dibujo, pero también, la historia y la pedagogía.
Pero frente a tantas opciones, su pragmatismo la guió: “De pronto comprendí que lo más importante no era tanto lo que me agradara, sino lo que me permitiera ganarme la vida; era básico tener una profesión y mi independencia económica, a diferencia de mi madre. Para mí esa parte de mi mamá era terrible, espantosa, ella no era para nada el modelo en ese sentido. Además en esa época todos los que entrábamos a la universidad queríamos cambiar al mundo, eran los 70 y yo
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