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Nueve Mujeres: Liderazgos que Inspiran
Un Castigo para Chile
“Me instalé en la embajada y armamos un plan con Andrés, una persona muy rigurosa, por toda su experiencia como presidente del Banco Central. No teníamos ninguna posibilidad de contratar una agencia de lobby, por el alto costo, de modo que nos organizamos entre nosotros y el personal de la misión para conversar con cada uno de los parlamentarios norteamericanos. Es verdad, convencer al Congreso parecía una locura, se trataba de alrededor de 400 legisladores, entre senadores y representantes, a los que tendríamos que abordar uno a uno, una tarea titánica, pero algo dentro de mí me indicaba que si nos esforzábamos, lo conseguiríamos, por el bien de Chile”, expresa.
Literalmente se instaló en la sede diplomática desde donde partía todas las mañanas al Capitolio, a veces sola, a veces acompañada por el embajador. Lloviera, saliera el sol, tronara ella estaba presente; fue una larga e impenitente gestión que duró desde abril a mediados de junio de 2003.
Muy pronto, a esa ofensiva descomunal se sumaron parlamentarios chilenos, que viajaban a Washington con el objetivo concreto de reforzar el trabajo que estaba realizando la ministra, con entrevistas con think tanks, con asesores de los legisladores, políticos influyentes, hasta que finalmente el Congreso aceptó.
Eso sí, el Gobierno de Bush quiso imponer una sanción a este lejano y temerario país que había votado en contra de la invasión a Irak. A diferencia del Acuerdo con la Unión Europea, donde el tratado fue suscrito entre el Presidente rotativo de la organización, en ese caso la máxima autoridad de España, José María Aznar y el Presidente de Chile, Ricardo Lagos, ante los mandatarios de los 15 países de la Unión, más los respectivos comisarios, el TLC se firmaría en Miami, en el Palacio de Vizcaya, un lugar de turismo para los latinoamericanos, y no en el Congreso.
Para muchos una degradación, ya que se protocolizaría en una ciudad que era algo así como “la puerta trasera de Estados Unidos”. Además suscribiría la ministra de Relaciones Exteriores de Chile y el Representante Comercial norteamericano, Robert Zoellick, que ni siquiera tenía el mismo rango de Soledad Alvear.
Fue un pequeño precio a pagar por lo mucho que se estaba logrando.
Esa calurosa mañana del día viernes 6 de junio de 2003, la secretaria de Estado se veía radiante. Llevaba un traje chanel color damasco-barquillo, de lino y algodón, de mangas largas; su clásica melena, de corte a la mandíbula, muy bien peinada y lucía un maquillaje perfecto, con una base pálida y algo sonrosada.
Su felicidad era pública y notoria; simplemente sonreía, mientras estampaba su firma. Terminado ese proceso, al levantarse suavemente de la silla de caoba,
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