Page 211 - Mucho antes de ser mujer
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José Manuel Bermúdez

            agolpaban en mi mente los más ingratos recuerdos de mi infancia,
            imágenes de mi decadente madre engañada y abandonada por un
            ser despreciable que finalmente había sido también víctima de su
            propia miseria. Miguel había conseguido conmigo lo que, en su
            momento, consiguiera Bremon con mi progenitora, y actuaba con
            su misma despreciable moral. Finalmente, y a pesar de mi firme
            compromiso desde niña, también yo había caído en los errores que
            tanto reprobara toda mi vida.
                 Llamé a la celadora para que me devolviese a mi celda y, sin
            despedirme siquiera, los deje allí sentados tras la mesa que servía de
            oratorio. Una vez en la cámara que compartía con Elena, le conté
            a ésta lo acontecido, todo cuanto nos había sucedido nos resultó
            incluso gracioso, en el fondo seguíamos siendo dos niñas que pre-
            tendimos hacernos mayores.
                 Una vez más nos encontrábamos juntas en un internado,
            nada nuevo para quienes, como nosotras, habíamos crecido entre
            portales, bancos callejeros y casas de acogida. En unos tres o cua-
            tro años saldríamos de aquel lugar con un expediente limpio y, sin
            duda alguna, mucho mejor preparadas para afrontar situaciones
            como la vivida con aquellos miserables. Mientras tanto, y con
            tan sólo quince años, yo seguía soñando con no repetir errores,
            aunque las circunstancias habían cambiado radicalmente mis as-
            piraciones.
                 Desde el mismo momento de mi nacimiento hasta este in-
            justo castigo en el reformatorio, había sido una niña sin inocencia
            y con escasas ilusiones. La inmundicia presente en los más bajos
            instintos de la sociedad había eliminado en mí, para siempre, la
            esperanza de un futuro relativamente feliz. A mi corta edad ya
            sólo concebía los sentimientos como un arma para la superviven-
            cia en un mundo sin atisbos de nobleza, donde la consecución de
            los fines más espurios justificaría la traición, incluso hacía quienes
            amamos o debemos agradecimiento. La decadencia moral de una


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