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                                       DOS




        Las puertas de la casa estaban entreabiertas. Kira y Jairo, acom-
        pañados de Bruno, vacilaron antes de entrar al zaguán, que se en-
        contraba totalmente a oscuras. El perro tiraba fuertemente hacia
        atrás y Jairo soltó la correa para que el perro no lo derribara al
        suelo.
        —Kira, no se ve nada —farfullaba el niño que apenas podía con el
        perro.
        Los dos niños no se atrevían a moverse. En la penumbra pudieron
        vislumbrar una estructura o especie de andamiajes. Caminaban
        con mucho cuidado, pendientes de no tropezar con nada. De re-
        pente dieron un sobresalto al percibir una sombra que se acercaba
        hasta ellos.
        —¿Quién anda por ahí? —preguntó la  voz de la sombra a la que
        se le dibujaba apenas el rostro por la luz de la linterna que llevaba
        para poder ver algo en la oscuridad. Esa luz le daba un toque fan-
        tasmal.
        —Nosotros, Kira y Jairo. Soy la hija de Antonio —contestó Kira. El
        perro soltó un ladrido suave.
        —Y Bruno —dijo Jairo.
        —Un momento que voy a cambiar los plomos. Es una casa antigua
        y se funden cada dos por tres —dijo la sombra que ya se percibía
        como una mujer joven y de poca estatura.
        Los niños se miraron en la penumbra y sonrieron con una mueca
        burlona.
        —Kira, ¿qué son los plomos? —susurró el niño en voz baja.
        Ella encogió los hombros y negó con la cabeza. De repente todo se
        iluminó. Los niños se encontraban en el centro del amplio zaguán
        y en el que efectivamente había un andamio montado en uno de
        los lados.
        —Hola. Yo soy Rocío, y estoy trabajando en esta casa. Soy res-
        tauradora y estoy aquí para recuperar las pinturas de los techos y
        las paredes que están mal. Ahora estoy consolidando los morte-
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