Page 263 - Donde termina el arco iris
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CECELIA AHERN                                                             Donde termina el Arco Iris








                                                       Epílogo



                     Rosie leyó la carta por la que parecía la millonésima vez en su vida, la dobló
               cuidadosamente y volvió a meterla en el sobre. Sus ojos recorrieron la colección de
               cartas, tarjetas de felicitación, e-mails impresos, conversaciones de chat impresas,
               faxes   y   notas   manuscritas   de   cuando   era   colegiala.   Había   cientos   de   papeles
               desparramados por el suelo, y cada uno contaba su propia historia de triunfo o
               tristeza, cada carta representaba una etapa de su vida.
                     Las había guardado todas.
                     Estaba sentada en la alfombra de piel de borrego delante de la chimenea de su
               habitación en Connemara y siguió contemplando el despliegue de palabras que tenía
               ante sí. Su vida en tinta y papel. Había pasado la noche entera releyéndolas, le dolía
               la espalda de estar encorvada y le escocían los ojos. Le escocían por el cansancio y las
               lágrimas.
                     Personas a las que había amado habían cobrado vida durante aquellas horas al
               leer sus temores, emociones y pensamientos, personas que una vez habían sido
               reales, pero que ahora ya no formaban parte de su vida. Amigos que llegaron y se
               fueron,   compañeros   de   trabajo,   compañeros   de   estudios,   amantes   y   familiares.
               Aquella noche había revivido su vida entera en cuestión de horas.
                     Sin que se diera ni cuenta, el sol había salido y las gaviotas revoloteaban por el
               cielo gritando excitadas al embravecido mar que les procuraba alimento. Las olas se
               estrellaban contra las rocas y amenazaban con adentrarse en la tierra. Nubes grises
               colgaban como volutas de humo frente a su ventana, demorándose pese a que el
               chubasco matutino ya había cesado.
                     Los delicados tonos de un arco iris recién formado se alzaban desde el pueblo
               dormido, se expandían por el cielo del amanecer y se hundían en el campo, enfrente
               de Casa Amapola. Una visión vibrante de rojo de manzana acaramelada, crema,
               albaricoque, aguacate, jazmín, rosa y azulete contra el cielo gris. Tan cerca que Rosie
               quería alargar el brazo para tocarlo.
                     La campanilla del mostrador de abajo sonó ruidosamente. Rosie chasqueó la
               lengua y miró la hora: las seis y cuarto.
                     Había llegado un huésped.
                     Se puso de pie lentamente con una mueca de dolor por haber estado agachada
               en la misma postura durante horas. Se agarró al poste de la cama y se levantó. Poco a
               poco estiró la espalda.
                     La campanilla sonó otra vez.
                     Las rodillas le crujieron.
                     —¡Ya voy! —contestó procurando disimular la irritación de su voz.
                     Había sido una tonta quedándose en vela toda la noche para leer aquellas
               cartas. Le esperaba una jornada bastante movida y no podía permitirse estar cansada.
               Cinco huéspedes se marchaban y otros cuatro vendrían poco después. Había que
               limpiar las habitaciones, lavar las sábanas y hacer las camas de los nuevos, y ni
               siquiera había empezado a preparar el desayuno.
                     Pasó de  puntillas   con  sumo   cuidado  entre el   lío   de cartas   desparramadas
               alrededor de la alfombra procurando no pisar aquellos papeles tan importantes que
               había conservado toda su vida.





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