Page 11 - Luna de Plutón
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El sobresalto le hizo caminar más deprisa, pensó que aquel ojo la perseguiría por
varias noches antes de dormir y tal vez lo mejor sería conservar en su mente la imagen
fresca de cualquier otro animal, por lo que caminó a la siguiente jaula. Esta tenía
barrotes gruesos y altos. En ella habitaba un león sentado, viéndola. Se detuvo, y
observó al animal, que a su vez, la veía a ella, con sus ojos amarillos. Se acercó y leyó
la placa dorada que estaba colocada sobre un panel sostenido por un tarantín, cerca de
los barrotes:
LEÓN, PANTHERA LEO, EL REY DE LOS CARNÍVOROS.
Levantó la mirada, y ahí estaban los ojos del felino, clavados en los suyos. La idea
de si aquel animal tendría hambre le surcó de súbito la cabeza. La jaula estaba muy
vacía, pero a la vez irresistiblemente pulcra; no había restos de papeles, ni tampoco
grasa o suciedad aparente. Solo un enorme plato colocado en una esquina, lleno de
agua. Caminó unos pocos pasos más hacia allá, y el animal la siguió con su irresistible
mirada, como si fuese una intrusa, pero no una intrusa molesta, sino más bien
peculiar. Y el que aquella bestia se le quedara viendo de ese modo, con esa mirada,
extrañó a la niña hasta tal punto, que decidió probar al animal. Como un soldado de
infantería, se dio media vuelta, y caminó en línea recta por donde había venido, hasta
desaparecer.
Y todo quedó en silencio por un tiempo, hasta que lentamente asomó la cabeza
por un costado de la jaula. Y ahí estaba el león, viéndola otra vez, como si supiera
exactamente qué hacía. Caminó hasta estar en el centro del campo de visión del rey de
la selva, meditabunda.
Se llevó el algodón de azúcar a la boca, y masticó un poco, pensando. La fiera
abrió lentamente la boca.
—Hola.
La niña se quedó pálida, abrió la mandíbula como una pala mecánica, y poco faltó
para que soltara la barquilla. Su primer impulso fue correr, pero por algo que jamás
llegó a entender, no lo hizo… Clavada en el mismo lugar, frunció el ceño, mientras
sentía que miles de maripositas volaban dentro de su cráneo.
—Te he dicho hola.
—¡No me lo estaba imaginando! —farfulló—. ¡Tú en verdad hablas! ¡¡Hablas!!
El felino se aclaró la garganta.
—Mi nombre es Knaach —dijo, llevándose una pata al pecho—. ¿Cómo te llamas
tú?
Insegura de si debía darle su nombre de buenas a primeras a un extraño, la niña
cedió en menos tiempo del que normalmente lo hubiese hecho.