Page 84 - La iglesia
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Hidalgo extendió la mano y Juan Antonio la aceptó. El apretón del policía

               fue  firme  y  demasiado  largo,  de  esos  que  acaban  resultando  molestos.  El
               aparejador intentó retirar la mano, pero la presa a la que estaba sometida era
               demasiado fuerte. Tras unos segundos incómodos, el inspector le liberó.
                    —Perdone, señor Rodero…, y gracias por su tiempo.

                    Juan  Antonio  forzó  una  sonrisa  de  compromiso  y  subió  a  su  coche.
               Hidalgo le siguió con la mirada, hasta que el Toyota se perdió de vista en la
               pendiente que conecta Urgencias con el camino que baja hasta la Carretera
               Nueva. Una vez solo, se acercó a Leire y a su madre, que seguía fumando sin

               parar. Charló con ellas durante dos minutos, asegurándoles que no había otra
               razón por la que preocuparse aparte del estado de salud de Maite. Convencido
                                                             ⁠
               de que Leire se había tranquilizado —incluso le robó una de sus sonrisas de
                      ⁠
               ángel— regresó a Urgencias. El guardia de seguridad le reconoció y le dejó
               pasar.
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                    —Voy en busca del doctor Fernández —mintió Hidalgo⁠—. Me dejé un
               par de preguntas en el tintero…
                    —¿Sabe el número de consulta en la que está, inspector?

                    —Lo sé —volvió a mentir—, gracias, muy amable.
                    Hidalgo  se  internó  en  el  pasillo  hasta  llegar  a  una  de  las  puertas  que
               comunicaba Urgencias con el resto del hospital. Comprobó en el directorio de
               metacrilato junto al ascensor que la UCI estaba en la segunda planta. Entró,

               pulsó el botón e improvisó a toda prisa una serie de mentiras para intentar
               colarse dentro; tenía que ver a Maite, aunque fuera solo unos segundos. Sacó
               la placa a modo de salvoconducto y la sostuvo en la mano, bien visible. No
               sería la primera vez que aquel trozo de metal le abría puertas cerradas a cal y

               canto.
                    Las pocas enfermeras con las que se tropezó se limitaron a saludarle con
               desdén. Deambuló por el pasillo hasta encontrar la puerta que conducía a la
               unidad de cuidados intensivos. Por supuesto, estaba cerrada. Una enfermera

               joven le abordó desde atrás. Era menuda, muy guapa y de aspecto decidido.
                    —Perdone, el horario de visita ha terminado.
                    Hidalgo le mostró su placa.
                    —Necesito ver a una paciente: Maite Damiano.

                    —Sabe que se encuentra en coma, ¿verdad?
                    —Lo  sé,  soy  el  policía  encargado  del  caso.  Solo  será  un  momento,
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               necesito comprobar un pequeño detalle que he pasado por alto. —Bajó la voz
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               y adoptó un tono confidencial—. Es una tontería, pero si no la incluyo en el
               informe, el cabrón de mi jefe me echará una bronca, fijo.




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