Page 87 - La iglesia
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Hidalgo siempre había guardado con celo el secreto de su don: lo último
que deseaba era que sus compañeros le miraran como a un bicho raro. La
mayoría de las veces, meterse en la mente de alguien no era demasiado
traumático: conectaba con la otra persona y recibía una serie de impactos
visuales que abrían puertas que de otro modo habrían permanecido cerradas a
cal y canto. Era parecido a tener un polígrafo instalado de serie. Agarrar la
mano de un sospechoso que juraba por Dios ser inocente y sentir en su cara
los salpicones de las olas contra la proa de la lancha de goma, oler el diésel
del fueraborda y contemplar los fardos de hachís apilados a lo largo de la
embarcación… Aquello no tenía precio para un policía. En muchas ocasiones,
las imágenes que recibía eran tan detalladas que podía recordar matrículas de
coche o leer documentos completos.
Esa noche, al estrechar la mano de Juan Antonio Rodero, Hidalgo vio una
iglesia que no podía ser otra que la de San Jorge. Fotogramas a cámara rápida
de un templo normal y corriente, con velas apagadas a medio derretir que
asemejaban fantasmas dolientes, ventiladores zumbando e imágenes de santos
policromados…, y lo más inquietante: una especie de sótano agobiante
repleto de crucifijos, donde reconoció la talla inquietante que había
mencionado el aparejador.
En cambio, las imágenes extraídas de la mente de Maite Damiano no
parecían de este mundo. Lo curioso es que tenían ciertas cosas en común con
las de Rodero: el ambiente asfixiante de cueva, los crucifijos y el parecido de
la estatua con el monstruo diabólico que dominaba la alucinación de la
arquitecta. Era como si la visión de Maite Damiano fuera una aberración —tal
vez causada por los fármacos— del mismo escenario. Sin embargo, el
aparejador había dicho que ella no había visto la imagen, ya que la habían
descubierto hoy mismo.
Todo un misterio.
Picado por la curiosidad, se prometió ir el lunes a la iglesia. Si había algo
allí capaz de impresionar tanto a dos personas normales, tenía que verlo con
sus propios ojos.
Con los de su rostro y con los de su mente.
Mientras el inspector Hidalgo se sumía en reflexiones al volante de su
Citroën, Dris, el hijo de Saíd, se encaminaba hacia el contenedor de basura
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