Page 88 - La iglesia
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cargando con dos bolsas que envolvían, además de los residuos habituales, los

               canarios muertos y las macetas de hierbabuena y dama de noche que su madre
               había dado por perdidas. Por mucho que el joven le daba vueltas, seguía sin
               encontrar una explicación lógica a aquel fenómeno tan extraño. A las tres de
               la tarde, las plantas estaban en perfecto estado; a las nueve, parecían no haber

               sido regadas en meses.
                    Después de cenar, tras un largo silencio que duró toda la tarde, Latifa, su
               madre, empezó a hablar de maldiciones y a explorar la casa y sus alrededores
               en busca de indicios de brujería. Si bien había estudiado hasta los dieciocho

               años  en  Marruecos  y  tenía  cierta  cultura,  aún  arrastraba  la  influencia  de  la
               superstición,  tan  arraigada  en  su  tierra  natal.  Desoyendo  las  palabras
               tranquilizadoras de Saíd, Latifa, al borde de la histeria, afirmaba que estaban
               siendo  víctimas  de  un  sortilegio  y  exigía,  desesperada,  los  servicios  de  un

               santón. Su marido, por su parte, argumentaba que ellos no tenían enemigos
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               —cosa  que  era  verdad—,  y  que  todo  aquel  episodio  acabaría  teniendo  una
               explicación  lógica.  Dris  prefirió  mantenerse  al  margen  de  la  discusión,
               incapaz  de  encontrar  sentido  a  los  extraños  sucesos  de  esa  tarde.  Harto  de

               tanto drama, decidió tirar los animales muertos y las plantas marchitas a la
               basura. Mientras cerraba las bolsas de plástico, se le pasó por la cabeza ir en
               busca  de  un  santón.  Si  ese  placebo  espiritual  servía  para  tranquilizar  a  su
               madre,  le  recibiría  con  una  alfombra  roja  y  le  premiaría  con  una  generosa

               propina.
                    Al  llegar  a  los  aledaños  del  contenedor,  Dris  vislumbró  varios  bultos
               esparcidos por el suelo. Bajo la tenue luz de las farolas, los confundió con el
               contenido desparramado de una bolsa de basura abierta. Al acercarse un poco

               más, se dio cuenta de su error. Era un gato. O mejor dicho, una gata recién
               parida rodeada de una prole tan muerta como ella misma.
                    «Así que esto no sucede solo en casa…».
                    Un  poco  más  allá,  calle  abajo,  encontró  el  cadáver  de  otro  gato.  En  la

               acera  de  enfrente,  una  rata  de  tamaño  considerable  yacía  inmóvil.  Dris
               depositó sus bolsas en el contenedor y caminó cuesta arriba, dejando la Iglesia
               de San Jorge a su derecha. Se detuvo pasado el jardín. A sus pies distinguió
               las  siluetas  negras  de  dos  murciélagos  de  pequeño  tamaño.  En  Ceuta  era

               normal verlos revolotear de noche, pero esta era la primera vez que Dris los
               tenía al alcance de la mano. Poco más allá encontró varios pájaros muertos
               salpicando el pavimento. La luz de alarma que se encendió en su mente hizo
               que  corriera  de  vuelta  a  casa.  Entró  en  la  sala  como  una  exhalación  y  se

               dirigió a sus padres:




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