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Literatura 3° Secundaria
La Eneida
(fragmento)
Libro II: Eneas relata a Dido sobre la destrucción de Troya
Hay, frente a las playas de Troya, una isla que se llama Ténedos —empezó a explicar el príncipe Eneas—.
Muchas veces, de niño, había jugado allí. Acudíamos con frecuencia en verano a pescar y a buscar caza, que
solía ser abundante, porque estaba deshabitada. Una isla cuyos contornos emergían del agua al amanecer y
desaparecían al caer la oscuridad de la noche. Detrás de esa isla, fuera del alcance de nuestra mirada, se
escondieron las naves griegas tras hacernos creer que se habían marchado.
Estaban cansados, igual que nosotros, después de diez años de sitiar Troya. Era demasiado tiempo para
estar fuera de sus ciudades y alejados de sus familias, sin ver crecer a sus hijos ni morir a sus padres,
descuidando sus propios asuntos. Y en todo ese tiempo, a pesar de Aquiles, de los dos Áyax, de Agamenón,
su jefe supremo, de Neoptolemo y de tantos guerreros famosos, no habían conseguido doblegar nuestra
ciudad. ¿Fue extraño, pues, que cuando una mañana los vigías de la muralla gritaron que los griegos habían
levantado su campamento y desaparecido con sus embarcaciones, lo creyéramos así?
Corrimos a las murallas, confusos. Nos habíamos acostumbrado tanto a ver las panzas de sus naves sobre la
arena de nuestra playa, sus tiendas de cuero y una extensa empalizada para proteger su campamento que,
de pronto, la desaparición de todo esto nos dejó un
paisaje desconocido. Entre Troya y el mar ya no se
interponía un ejército. Las ondas llegaban a la orilla y
su rumor, libre de obstáculos, se extendía por la
llanura como una música y llegaba hasta las mismas
puertas de la ciudad. Solo una cosa habían dejado
atrás los griegos: un gigantesco caballo de madera
que no habíamos visto nunca. Estaba de cara a la
ciudad, a los pies de la muralla.
Un griego llamado Sinón, primo de Ulises, fue
descubierto por nuestros soldados cuando salieron a
explorar el terreno. Conducido ante el rey Príamo,
declaró que el caballo era una ofrenda a la diosa
Minerva, cuya estatua los griegos habían profanado.
Y al preguntarle el rey por qué era tan grande,
aseguró que era para impedir que pudieran entrarlo
en la ciudad. Según había profetizado uno de sus
sacerdotes, si los troyanos conseguían meterlo
dentro de su ciudadela, Troya dominaría toda el Asia
y podría, incluso, atacar luego Micenas y otras
ciudades griegas y destruirlas en venganza por esta
guerra. Extrañado el rey, de que Sinón se hubiera
quedado en la playa en lugar de marcharse con los
suyos, este aseguró temer que su primo Ulises le
quitara la vida ofreciéndolo como víctima para obtener del dios Eolo vientos favorables. Por ello, había
preferido quedar a merced de los troyanos antes que en manos de su propio pariente.
Cuando recuerdo todo esto, reina Dido, siento desfallecer mi ánimo. Me arden en el corazón las palabras que
pronunció Laocoonte, el sacerdote de Neptuno, cuando vio aquel caballo y le dijeron que era una ofrenda a la
diosa Minerva: “Yo temo al griego aunque presente dones”, respondió, arrojando su lanza contra él. También
Casandra, mi prima, advirtió a su padre el rey Príamo y a todos cuantos hallaba por las calles que se trataba
de una trampa, que el vientre del caballo estaba repleto de soldados griegos. Nadie la creyó. Troya estaba
exultante de gozo, enloquecida, y ni yo mismo, con toda clase de ruegos y razones, apelando a la cautela
necesaria un buen gobernante, pude persuadir al rey Príamo: ordenó desmontar los portones, piedras y
almenas de la muralla para que pudiera ser arrastrado al interior de la ciudad aquel caballo, esa máquina de
muerte que traía en sus entrañas nuestra ruina.
Laocoonte se había dirigido al templo de Neptuno a ofrecerle un sacrificio, cuando una gran serpiente de
doble cabeza salió del mar, echando espuma por sus fauces. Arrastró su piel asquerosa por la arena y se
dirigió hacia el santuario de Neptuno mientras los troyanos huían espantados. Allí, tomándolos por sorpresa,
con sus letales anillos apresó a los dos hijos de Laocoonte y al propio sacerdote. Se oyó el crujir de los
huesos de aquellos infelices, sus aullidos de pánico y dolor, la desesperación de Laocoonte al comprender que
no podría librar a sus hijos de una muerte tan terrible mientras él mismo se debatía para deshacerse del
abrazo del monstruo, la boca abierta como una oscura cueva, los ojos desorbitados de horror.
Los troyanos creyeron que era un castigo por haber arrojado su lanza contra el caballo de los griegos, y
redoblaron los esfuerzos para meterlo cuanto antes en Troya.
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