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Literatura                                                                   3° Secundaria

            Ya  veis  con  cuánta  facilidad  confundimos  los  signos  enviados  por  los  dioses,  cuán  crédulos  somos  cuando
            después  de  un  esfuerzo  agotador,  creemos  haber  llegado  al  final  del  camino  y  nos  descuidamos.  Príamo
            mandó colocar las piedras retiradas de la muralla y reponer en su sitio los portones, cerrando de nuevo la
            ciudad, pero el mal, la plaga horrible, ya estaba dentro.

            Después de un día agotador, tanto por el esfuerzo de haber arrastrado hasta lo alto de la ciudadela aquel
            coloso equino, como por la felicidad de haber salido de la ciudad y recorrido la llanura y los campos libres de
            preocupación,  cuando  cayó  la  noche  los  troyanos  se  retiraron  a  sus  casas.  Por  primera  vez  en  diez  años
            dormirían  tranquilos,  sin  sobresaltos  ni  temores,  sin  necesidad  de  vestirse  la  coraza  al  amanecer  y
            despedirse otra vez de sus esposas para afrontar la muerte. No sabían que a esa misma hora los griegos
            aprestaban de nuevo sus naves, abandonaban su escondrijo de Ténedos y hendían sigilosamente los remos en
            el agua negra, dispuestos a navegar por un río de sangre.
            Porque, entre tanto, el mendaz Sinón se había deslizado hasta el lugar donde estaba el caballo de madera y,
            sin hacer ruido, abría la trampilla instalada en el vientre y por ella, ayudados de cuerdas, se deslizaban hasta
            el  suelo  los  guerreros  griegos.  Sin  perder  tiempo,  degollaron  a  los  vigilantes  de  la  muralla,  abrieron  los
            portones, e hicieron señales con una antorcha encendida para que, desde la playa donde aguardaban en las
            naves, supieran sus compatriotas que la ciudad estaba franca y lista para ser destruida. Y así, al amparo de
            la oscuridad, el ejército griego invadió la playa como una gigantesca ola, penetró en la ciudad dormida y dio
            comienzo la destrucción de Troya.
            Tú, reina Dido, diste muestra de mucha sabiduría y fortaleza al huir de Tiro para evitar confrontarte en una
            guerra  con  tu  hermano.  También  nosotros,  de  haber  sido  posible,  habríamos  evitado  el  conflicto  con  los
            griegos. No fue factible, porque ellos querían nuestra riqueza y, sobre todo,  ambicionaban  arrebatarnos el
            control del estrecho de los Dardanelos, por donde se producía el comercio con oriente. El peaje que pagaban
            los barcos al pasar por nuestras posiciones era una fuente inagotable de dinero. La fuga de Helena con el
            troyano Paris, hijo del rey Príamo, les dio un buen pretexto para venir a atacarnos.
            La casa de mi padre, el príncipe Anquises, estaba un poco apartada, así que cuando llegó hasta allí el ruido de
            las armas y el espantoso griterío, la tragedia había estallado ya. Me desperté sobresaltado, y al instante me
            pareció  ver  ante  mí  a  Héctor,  el  más  valiente  de  los  guerreros  troyanos,  quien  había  sucumbido  bajo  las
            armas del temible Aquiles tiempo atrás, dejándonos a nosotros y a su padre, el rey Príamo, huérfanos del
            mejor comandante y estratega. Aún no sé si su aparición fue un sueño, o efecto de la inhalación del humo que
            ya entraba por las ventanas y las puertas, o si mi propia mente lo convocó en busca de auxilio y lo representó
            ante mí. Solo recuerdo que él me transmitía, sin palabras, una sola idea: debía marcharme porque ya nada
            quedaba de Troya, nada se podía salvar.
            La única posibilidad de supervivencia de esta ciudad amada era tomar sus símbolos sagrados y, llevándolos
            conmigo, ponerlos a salvo en otro lugar, donde de nuevo floreciera. Me señalaba a nuestros dioses penates, a
            la diosa Vesta y su fuego sagrado.
            Yo, sin embargo, salté del lecho y, sin escuchar ni un instante su mensaje, busqué mis armas y salí a la calle.
            Roja  estaba la noche, rojo el cielo, roja la mar a lo lejos, como incendiada ella  también. Las llamas habían
            prendido  en  los  campos  y  los  bosques  de  los  alrededores.  La  muralla  se  desmoronaba  en  algunas  partes,
            devorada por el fuego. Altos edificios, brillantes como ascuas, se derrumbaban arrastrando tras de sí una
            estela de chispas que ascendía de nuevo hacia lo alto y prendía, si no ardían ya, las construcciones vecinas.
            ¿Y  el  espanto  de  los  gritos?  ¿Y  el  fragor  de  un  combate  desigual,  crecidos  los  griegos,  desorientados  y
            luchando  con  ardor,  pero  sin  esperanza,  los  troyanos?  Ansioso  por  morir  combatiendo,  me  adentré  en  la
            ciudad en busca de compañeros para acudir en defensa de la ciudadela.
            Y he de decirte, reina Dido, que nunca me he arrepentido de esa decisión, porque es la que corresponde a un
            hombre. Pero hubiera dado mi vida por no haber visto los horrores que presencié.
            Toma unos sorbos de vino, noble Eneas, y descansa un poco – dijo la reina, a cuyo rostro asomaban signos de
            hallarse muy conmovida. En el salón el silencio era absoluto, sobrecogidos como estábamos al escuchar el
            relato.  Y  los  cartagineses  celebramos,  en  lo  más  profundo  de  nuestro  espíritu,  el  habernos  librado  de  un
            dolor semejante por el corazón generoso de Dido.


                        Sabías que...
                        La Eneida a diferencia de La Ilíada, no es una parte heredada de a  conciencia  nacional,  sino
                                                                          l
                        más bien un intento deliberado de glorificar a Roma, por encargo de Augusto, cantando el
                        supuesto origen troyano de sus gentes y, en especial, los logros e ideales de Roma bajo su
                        nuevo emperador.
                        Virgilio constituye una de las cimas de la literatura latina y es uno de los autores clásicos
                        que ejerció en la literatura posterior una influencia más duradera y permanente. Junto con
                        Horacio y Ovidio personifica la Edad de Oro que para la poesía fue la época de Augusto.




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             1  Bimestre                                                                                 -82-
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