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ÁNGELES
Tuve la oportunidad de trabajar con niños, ya en el ámbito hospi-
talario, desde que me recibí como médico. Una experiencia totalmente
diferente a la del externado, peor aún a la del internado rotativo, donde
si bien es cierto que tuve relación con ellos, resulta incomparable, dado
que esta institución era destinada a la atención infantil. Al inicio miedo
y dudas, como siempre; sin embargo, durante mi permanencia allí, tuve
momentos que me hicieron reflexionar y adorar esta oportunidad que
me brindaba la vida, la misma que me ayudó tanto en lo profesional y
personal, ya que entendí cuán maravillosos son los pequeños, dada su
enorme fuerza interior y grandeza de espíritu, pese a su estatura y edad.
En ellos descubrí el verdadero valor de la existencia.
Comenté sobre el miedo inicial, dada la nueva aventura que empe-
zaría, dentro de un equipo conformado por tres médicos especialistas y
seis residentes, de los cuales la mitad eran posgradistas, y me sumé a
ellos mientras pasaban visita aquel día. Patologías como fibrosis quís-
tica, cuerpo extraño en pulmón, neumonía y bronquiolitis, comenzaban
a ser parte de mi vocabulario, complementado con cálculo de líquidos
basales, fórmulas nutricionales, dosis pediátricas, historias clínicas minu-
ciosamente realizadas, etc. Todo representaba un gran desafío, enorme,
el mismo que pude superarlo gracias al apoyo de mi madre, en casa, así
como de mis colegas, las amigas enfermeras, y la persona encargada del
servicio, en el hospital, quien demostró ser gentil, humilde y amable,
líder innata y maestra excepcional; alguien que demostró el amor por su
profesión e inclusive, en varias ocasiones, llegué a pensar que tan solo
por el carisma que irradiaba, cualquier enfermedad podría ser curada.
En cada consulta externa, comprendí aquellas clases de ética médica
recibidas en la universidad, las que recalcaban que, además de emplear la
sapiencia, se debía establecer una adecuada relación médico - paciente,
crear un vínculo y en este caso, aún más, con los padres de familia, pues
es a ellos a quienes se les deja en claro la enfermedad de sus hijos y todo
lo que aquello significa.
Allí conocí a varios de todos los lugares del país: Imbabura, Chimbo-
razo, Tungurahua, Guayas, Esmeraldas, Pastaza, etc. Niños asilados en
orfanatos, de diferentes estratos y edades: recién nacidos hasta adoles-
centes, e inclusive un pequeño que ya era parte de la institución, puesto
que se encontraba ahí cerca de siete años, acompañado de un ventilador
mecánico. De cada uno de ellos me llevo un recuerdo; y sobretodo, pude
palpar en carne propia, el amor incondicional que tiene una madre con su
hijo, sobre todo cuando este es un ser pequeño e indefenso que lucha y se
aferra a la vida. Y es durísimo cuando no lo consigue. Es ahí cuando, el
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