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lágrimas, tenía una mezcla extraña de sentimientos. sonrisa de un niño al ser curado, la gratitud del adulto mayor al ser es-
cuchado sanando sus dolencias y la alegría de los padres cuando ven a
El conductor me preguntó qué hacer, le pedí que continuara con el
recorrido, puesto que teníamos que ir al hospital a como dé lugar. Corté su hijo por primera vez, es lo que hace que el médico ame la profesión y
el cordón umbilical, lo envolví en unas mantas y entregué el pequeño a quiera sanar y apoyar a la gente todos los días de su vida.
su padre, quien sonreía de la emoción. La madre también quería verlo así
que se lo acercó; ella lo miró y empezó a llorar emocionada. En ese mo- Autora: Md. Mónica Lizeth Cruz Acosta
mento llegamos al hospital, los médicos estaban esperando para recibir a
la paciente, pero se sorprendieron al ver que ya había nacido, por lo que
lo llevaron al área de pediatría mientras que a la mamá la trasladaron a la
sala de partos para que expulse la placenta.
Yo veía todo desde el pasillo. Me quedé paralizada, temblando, pa-
recía una película, cuando un compañero se acercó, me tocó el hombro
y me dijo: “Buen trabajo”. Eso me devolvió a la realidad, entonces me
encaminé hasta el área de pediatría para saber cómo estaba el pequeño,
pero una doctora me impidió verlo. Además, me regañó por no haber lle-
vado rápido la paciente, recalcándome que todo lo vivido podría haberse
evitado si la mujer hubiese sido referida con prontitud, ya que se trataba
de un parto complicado y necesitaba un manejo especial con todas las
medidas de reanimación para el bebé, porque lo peor podía ocurrir. Todos
estaban admirados de que el recién nacido se encontraba en buenas con-
diciones. Salí del hospital con la alegría de saber que el niño y la madre
estaban bien.
Cuando llegué al centro de salud, todos ya se habían enterado de lo
qué pasó, me felicitaron y continué con los pacientes que seguían lle-
gando. Al día siguiente, la jefa de paramédicos del centro se me acercó
y preguntó por las mantas del equipo de parto y las tijeras; ahí recordé
que envolví al bebé en ellas y las tijeras se quedaron en la camilla de la
mamá. Me pidió que recuperará el equipo, advirtiéndome que si no los
encontraba tendría que pagarlos. Cómo dice el refrán: “Ningún comedido
sale con la bendición de Dios.”
En mi día libre fui al hospital a visitarlos y a recuperar los imple-
mentos perdidos, encontrándome con la novedad de que ya los habían
dado de alta y nadie sabía nada de los instrumentos. Solo pude sonreír
al entender que lo material puede pasar a un segundo plano, cuando la
felicidad y el bienestar de las personas prevalecen.
Tuve que reponer lo perdido, costaron veinte dólares, y fue el dinero
que mejor he invertido en mis veintisiete años de vida. A partir de dicha
experiencia, y por más anécdotas que viví durante dicho año, me apo-
daron como la Interna “Mala Espalda”.
Nunca olvidaré ese viaje y todos sus componentes, ya que me hizo
comprender que, a pesar de las malas noches, los días sin ver a la familia
y los sacrificios hechos, al final, recibir las gracias de los pacientes, la
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