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Los marginados


                  Vivo  feliz  junto  a  mis  dos  hermanos  en  una
           casa  precaria  en  el  asentamiento  al  sur  de  la

           ciudad, dentro de los límites del ejido municipal.
                  Este lugar, cerca de las vías férreas, es sucio
           y descuidado en muchos aspectos, por lo que los

           habitantes  del  lugar  lo  llamamos  con  sorna  ‘el
           arrabal de la cañada’. A causa de los desniveles, la
           humedad es constante. Este espacio está surcado

           de numerosos senderos estrechos que cumplen la
           doble  función  de  calles  y  veredas  y  donde  a  sus
           márgenes se amontonan los residuos domiciliarios
           y estos propician el pulular de las ratas. Como no

           ha de faltar en la marginalidad que se precie de tal,
           los innumerables perros flacos y pulguientos ponen

           toda  su  tenacidad  para  molestar  cuando  cruzan
           frente  a  las  portadas  de  los  ranchos  y, a
           consecuencias, las noches se pueblan de ladridos.
                  Cada  tarde  me  siento  en  el  patio  a  tomar

           unos mates junto al bracero, allí oigo el crepitar del
           fuego  y  observo  las  pavesas,  danzar  en  el  aire
           mientras  cavilo  sobre  los  vericuetos  del  destino  y

           siempre arribo a la misma conclusión, con la que
                  puedo       asegurar      que      todos     los     que
           terminamos  desprotegidos  aquí  y  en  todos  los

           lugares similares a este tuvimos alguna vez sueños

                                                                         81
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