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Parecía  que  el  dolor  había  anidado  en

           nuestra  casa.  Es  que  también  Juan  tuvo  un
           desencuentro con su pareja y resignó las salidas,
           prefirió quedarse a  ver películas conmigo, sumido

           en  un  laconismo  abrumador.  Desde  hace  unas
           semanas los saqué de sus letargos y de a poco los
           obligué  a  tener  ilusiones,  induciéndolos  a cumplir

           un ritual los sábados por las noches.
                  En  esos  momentos  visitamos  con  el  sonido
           de nuestras canciones las alcobas de alguna de las

           jóvenes  del  barrio,  de  los  chalecitos  de  paredes
           amarillas;  allí  entonamos  suaves  y  antiguas
           melodías de amor y de esperanzas acompañadas
                  por  la  guitarra  de  Carlos  bajo  la  luz  de  las

           estrellas.
                  Mientras cantamos, se enciende el velador en

           el  cuarto  de  la  homenajeada  que,  luego  de  un
           brevísimo  momento,  abre  la  ventana  para  que
           veamos  su  sonrisa  feliz.  Secretamente,  se  que

           todas ellas nos aman y sueñan ser las únicas
                  favorecidas,  además,  sus  padres  y  abuelos,
           algunos ancianos, nos agradecen sin palabras por
           rescatar  del  olvido  sus recuerdos  más  bellos.  Los

           jóvenes del  barrio  que estaban reacios ahora nos
           acompañan algunas veces y creo sinceramente
                  que  esto  de  juntarnos  para  dar  serenatas

           mantiene a muchos de ellos lejos de la violencia y

                                                                         85
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