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cambios y con costumbres simples de niño de
campo.
Cuando no estaba en la escuela me gustaba
correr con mi perro Chiquito persiguiendo aves y
otros animales, despreocupado, dueño de mi
tiempo y sin más interés que pasar horas amenas.
El lugar era magnífico, la imponente arbolada
con sus copas entrelazadas formaban una sólida
red que servía de camino a los monos aulladores.
El piso casi libre de hierbas dejaba crecer, como al
descuido, reducidas matas espinosas; eso permitía
el libre tránsito en todas direcciones y facilitaba mi
deambular en busca de las más variadas y
exquisitas mieles.
Surcaba el bosque con la comodidad propia
del visitante avezado y mantenía un hábil control
del lugar, clasificando los sonidos y las huellas
propias de este extenso terreno.
En un tronco caído había un pelecho de
yarará, era una tira de piel seca y arrugada con sus
escamas bien definidas. Cada vez que la veía, me
producía escalofríos e instintivamente me alejaba
del hueco oscuro situado cerca del suelo, pues
sentía que me observaba como un ojo
amenazante.
Esa fue una mañana suavemente cálida,
corría entre silbidos, risas y el torear de Chiquito.
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