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Los días felices
En esa región el otoño se disipaba
lentamente entre días agobiantes y ráfagas de
viento frío. Esos estertores de calidez seguían las
huellas casi imperceptibles que condujeron a ese
clima indeciso al encuentro del crudo invierno
acechante que lo devoro entre los pastizales.
Como tenues cuerdas de un instrumento
hecho de brisas que se templaba con los gritos de
los Ipacaáes que cercenaban la paz del atardecer,
ubicados allí donde nacía el horizonte, anunciaban
el inminente arribo de la noche, cual si fuera el
suspiro agónico que se confundía y se
desmenuzaba en un crisol de sensaciones y
colores verdes, amarillos y marrones que
desnudaban los tallos.
Vivía con mi madre y mis hermanitos en la
casa de la abuela. Esa humilde morada estaba
situada en una colonia agrícola.
Nuestro contacto con los acontecimientos era
la radio, la que en reiteradas oportunidades
expresaba la preocupación por los desbordes de
los ríos y el claro peligro que enfrentaban los
damnificados, pero debo reconocer que oía las
noticias sin considerar que eso pudiera afectarnos.
Tendría unos ocho años, era atento a los
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