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juntos a bailar y pronto se enamoraron de dos
bellas jóvenes. Por mi parte, como mis labores me
exigen ir a las madrugadas, prefiero otro tipo de
diversión más austera.
Desde que Carlos conoció a Mabel, la
inseguridad los consumió y fundió en un crisol de
pasiones desenfrenadas. Ella venía todos los días
y algunas veces se quedaba a pernoctar. Ese
martes, después de una pequeña riña —por celos
Infundados, según el, salió corriendo entre
sollozos, pero al mudar el primer paso para
transponer la ruta, su imprudencia vestida de
fatalidad hizo que salpicara por doquier su sangre
joven. Allí su bello cuerpo quedó dislocado y, como
un muñeco grotesco, enlutó la noche. Ese tramo
frío de cemento que fuera anónimo se convirtió en
el epicentro de nuestras tristezas inmediatas, a la
vez que absorbió la tragedia y limpió a Mabel de la
locura de su accionar descabellado.
Mi hermano, sin saber el triste desenlace,
tomó su guitarra y fue a buscarla para cantarle
algunas tonadas de su preferencia como
habitualmente lo hacía, y la halló lívida en el
féretro, apoyado en el lloro amargamente como lo
hacen los hombres enamorados cuando se les
desgarran los sueños y a su regreso permaneció
acongojado y taciturno por muchos meses.
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