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enclavado en una esquina de la chacra, dominaba

      todo el paisaje.
             Este  lugar,  por  razones  que  nunca  pude
      dilucidar,  me  producía  escozor  a  tal  punto  que

      tenía  que  cruzar  cantando  para  mitigar  mi  miedo.
      Por este motivo y porque consideraba que era un
      camino  extenso  cuando  podía  cruzaba  otra  forma

      menos ortodoxa y más acorde a mi carácter osado.
      Cuando se podía, prefería tomar un atajo cruzando
      a  través  de  los  embalsados.  ¡Estos  grupos  de

      pastos  enmarañados  que  solían  flotar  a  la  deriva
      estaban  estancados  en  las  orillas  a  causa  de  la
      poca agua y de las totoras que impedían sus libres
      derroteros  y  a  los  que  llegaba pisando  algunos

      trozos de ramas que había dejado allí formando un
      precario  puentecito  sobre  el  suelo  cenagoso,  con

      cautela  aplastaba  los  mazos  de  esa  vegetación
      acuática  con  el  pie  a  la  vez  que  aguantaba  la
      respiración con el afán de ser lo más liviano posible
      y  tras  varios  pasos  largos  ganaba  la  otra  orilla

      triunfante, sin haberme mojado!
             Esta danza sobre el agua y las hierbas podía
      ser  admirada  como  la  plausible  obra  de  un

      equilibrista,  pero  para  mí  solo  representaba  el
      arribo  con  prontitud  a  esa  casa  que  era  un
      auténtico baluarte. Mientras marchaba silbando con

      la  compañía  atenta  de  Chiquito,  ambos  con  el

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