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golpeó  con  brutalidad  y  supe  definitivamente  que

           no debía confiar.
                  En  cuanto  a  todas  esas  malas  experiencias
           que  marcaron  mi  vida,  nunca  odié  a  mi  madre  y

           años después, cuando tuve la oportunidad, la traje
           a vivir conmigo en la ciudad, donde aún permanece
           en  una  nueva  casa  que  ella  hizo  construir  en

           el mismo lote.
                  Concluyo  el  relato,  estoy  recostado  en  el
           sillón,  mirando  por  la  ventana  como  el  viento

           sacude los árboles situados a ambas márgenes de
           las  aceras.  En  la  calle  desierta  por  la  sensación
           térmica,  un  grupo  de  niños  felices  patean  una
           pelota de cuero desgastada y ríen alegremente de

           las bromas que se gastan unos a otros.
                  Mi amigo está a mi derecha con comodidad

           en una vieja silla tapizada. En la penumbra de mi
           habitación  me  observa  en  silencio,  pues  he
           terminado  de  relatar  un  trozo  de  mi  niñez  y  ha
           quedado  apesadumbrado  por  la  intensidad  de

           mi elocuencia. De pronto, con calma, me dice
                  —  Esto  que  me  has  narrado  fácilmente  se
           puede  catalogar  como  Síndrome  de  Estocolmo  y,

           aunque te parezca común en muchos hogares, no
           deja de ser una situación crítica y abrumadora, ni

           menos dramática.
                  Debió  haber  visto  en  mi  expresión  que  no

                                                                         97
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