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oportunidades se portó como un rufián y como él
se había ausentado por varios días tenía más que
explicar que yo. Luego de un áspero intercambio
de palabras, ella comenzó una nueva discusión y
se olvidó de mí. La violencia entre ambos fue
creciendo y, cuando la discusión llegó a su punto
más desenfrenado, el término, el pleito a los
golpes, como era su costumbre, mientras yo lloraba
amargamente atrás de la casa, en la soledad,
cobijado por la oscuridad más absoluta.
Siempre que veo a mi madre, quedo perplejo
recordando su temperamento. No puedo precisar
en qué momento de su vida perdió la risa feliz que
nace de los acontecimientos cotidianos, la charla
amena y el trato cordial con sus hijos, la
recuerdo con ese humor parco con todos y,
aunque quizás para ella no fuera así, la sentía
particularmente carente de afectos y sobrante de
severos castigos. Cualquier motivo esgrimía como
justificado para asirse de un trozo de madera
o cualquier elemento que hallaré y golearme con
saña, sin medir palabras ni las consecuencias que
quedarían marcadas en mi cuerpo a causa de su
agresión rayana en la demencia.
Siempre planificaba poner varios kilómetros
de distancia entre nosotros. Uno de esos días que
fui al pueblo aproveché para pedirle a mi joven tío
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