Page 34 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
Gabriel García Márquez
«Gracias por la receta», dijo don Sabas tratando de meter su vientre voluminoso en
los pantalones de montar. «Pero no la acepto para evitarle a usted la calamidad de ser
rico.» El médico vio sus propios dientes reflejados en la cerradura niquelada del
maletín. Miró su reloj sin manifestar impaciencia. En el momento de ponerse las botas
don Sabas se dirigió al coronel intempestivamente.
-Bueno, compadre, qué es lo que pasa con el gallo.
El coronel se dio cuenta de que también el médico estaba pendiente de su
respuesta. Apretó los dientes.
-Nada, compadre -murmuró-. Que vengo a vendérselo.
Don Sabas acabó de ponerse las botas.
-Muy bien, compadre -dijo sin emoción-. Es la cosa más sensata que se le podía
ocurrir.
-Yo ya estoy muy viejo para estos enredos -se justificó el coronel frente a la
expresión impenetrable del médico-. Si tuviera veinte años menos sería diferente.
-Usted siempre tendrá veinte años menos -replicó el médico.
El coronel recuperó el aliento. Esperó a que don Sabas dijera algo más, pero no lo
hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se preparó para
salir del dormitorio.
-Si quiere hablamos la semana entrante, compadre -dijo el coronel.
-Eso le iba a decir -dijo don Sabas-. Tengo un cliente que quizá le dé cuatrocientos
pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.
-¿Cuánto? -preguntó el médico.
-Cuatrocientos pesos.
-Había oído decir que valía mucho más -dijo el médico.
-Usted me había hablado de novecientos pesos -dijo el coronel, amparado en la
perplejidad del doctor-. Es el mejor gallo de todo el Departamento.
Don Sabas respondió al médico.
«En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil», explicó. «Pero ahora nadie se atreve
a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera.» Se
volvió hacia el coronel con una desolación aplicada:
-Eso fue lo que quise decirle, compadre.
El coronel aprobó con la cabeza.
-Bueno -dijo.
Los siguió por el corredor. El médico quedó en la sala requerido por la mujer de don
Sabas que le pidió un remedio «para esas cosas que de pronto le da a uno y que no se
sabe qué es». El coronel lo esperó en la oficina. Don Sabas abrió la caja fuerte, se
metió dinero en todos los bolsillos y extendió cuatro billetes al coronel.
-Ahí tiene sesenta pesos, compadre -dijo-. Cuando se venda el gallo arreglaremos
cuentas.
El coronel acompañó al médico a través de los bazares del puerto que empezaban a
revivir con el fresco de la tarde. Una barcaza cargada de caña de azúcar descendía por
el hilo de la corriente. El coronel encontró en el médico un hermetismo insólito.
-¿Y usted cómo está, doctor?
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