Page 32 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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               El coronel comprobó que el capataz lo miraba.
               -Nada, compadre --dijo-. Que quisiera hablar con usted.
               -Lo que sea dígamelo en seguida -dijo don Sabas-. No puedo perder un minuto.
               Permaneció en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta. El coronel
            sintió pasar los cinco segundos más largos de su vida. Apretó los dientes.
               -Es para la cuestión del gallo -murmuró.
               Entonces don Sabas acabó de abrir la  puerta.  «La  cuestión  del  gallo»,  repitió
            sonriendo, y empujó al capataz hacia el corredor. «El mundo cayéndose y mi compadre
            pendiente de ese gallo.»

               Y luego, dirigiéndose al coronel:
               -Muy bien, compadre. Vuelvo enseguida.
               El coronel permaneció inmóvil en el centro de la oficina hasta cuando acabó de oir
            las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor. Después salió a caminar
            por  el  pueblo  paralizado en la siesta dominical. No había nadie en la sastrería. El
            consultorio  del  médico  estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercancía expuesta en los
            almacenes de los sirios. El río era una lámina de acero. Un hombre dormía en el puerto
            sobre  cuatro  tambores  de  petróleo,  el  rostro protegido del sol por un sombrero. El
            coronel se dirigió a su casa con la certidumbre de ser la única cosa móvil en el pueblo.
               La mujer lo esperaba con un almuerzo completo.
               -Hice un fiado con la promesa de pagar mañana temprano -explicó.
               Durante el almuerzo el coronel le contó los incidentes de las tres últimas horas. Ella
            lo escuchó impaciente.
               -Lo que pasa es que a ti te falta carácter --dijo luego-. Te presentas como si fueras
            a pedir una limosna cuando debías llegar con la cabeza levantada y llamar aparte a mi
            compadre y decirle: «Compadre, he decidido venderle el gallo».
               -Así la vida es un soplo -dijo el coronel.
               Ella asumió una actitud enérgica. Esa mañana había puesto la casa  en  orden  y
            estaba  vestida  de  una manera insólita, con los viejos zapatos de su marido, un
            delantal de hule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas. «No
            tienes el menor sentido de los negocios», dijo. «Cuando se va a vender una cosa hay
            que poner la misma cara con que se va a comprar.»
               El coronel descubrió algo divertido en su figura.
               -Quédate así corno estás -la interrumpió sonriendo-. Eres idéntica al hombrecito de
            la avena Quaker.
               Ella se quitó el trapo de la cabeza.
               -Te estoy hablando en serio -dijo-. Ahora mismo llevo el gallo a mi compadre y te
            apuesto lo que quieras que regreso dentro de media hora con los novecientos pesos.
               -Se te subieron los ceros a la cabeza --dijo el coronel-. Ya empiezas a jugar la plata
            del gallo.

               Le costó trabajo disuadirla. Ella había dedicado la mañana a organizar mentalmente
            el programa de tres años sin la agonía de los viernes. Preparó la casa para recibir los
            novecientos pesos. Hizo una lista de las cosas esenciales de que carecían, sin olvidar
            un par de zapatos nuevos para el coronel. Destinó  en  el  dormitorio  un  sitio  para  el



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