Page 28 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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               Ella  celebró  la  ocurrencia.  El  gallo produjo un sonido gutural que llegó hasta el
            corredor como una sorda conversación humana. «A veces pienso que ese animal va a
            hablar», dijo la mujer. El coronel volvió a mirarlo.
               -Es un gallo contante y sonante -dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada
            de mazamorra-. Nos dará para comer tres años.
               -La ilusión no se come -dijo ella.
               -No  se  come,  pero  alimenta -replicó el coronel-. Es algo así como las pastillas
            milagrosas de mi compadre Sabas.
               Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al
            almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza
            baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío.
               -Qué te pasa.
               -Nada -dijo la mujer.

               Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de
            mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.


               -No  es  nada raro -dijo-. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y
            todavía no he dado el pésame.
               Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego
            se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta
            de su despacho el padre Ángel vigilaba el ingreso para saber quiénes  asistían  al
            espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente
            y los gritos de los niños oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños
            amenazó al coronel con una escopeta de palo.
               -Qué hay del gallo, coronel -dijo con voz autoritaria.
               El coronel levantó las manos.
               Ahí está el gallo.

               Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada  del  salón:  «Virgen  de
            medianoche».  Era  una  mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el
            muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y
            relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer.
               No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba
            muy  poco  para  el  toque  de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo
            avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer
            entró a la casa.
               Llevó  el  gallo  al  dormitorio.  Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el
            momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para
            poner la hora.
               -¿Dónde estabas? -preguntó el coronel.
               «Por ahí», respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y
            volvió al dormitorio. «Nadie creía que fuera a llover tan temprano.» El coronel no hizo
            ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el
            vidrio y colocó la silla en su puesto.
               Encontró a su mujer rezando el rosario.
               -No me has contestado una pregunta -dijo el coronel.

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