Page 23 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
Gabriel García Márquez
pesos», dijo. El coronel se dirigió a la sastrería con el envoltorio bajo el brazo.
Encontró a los compañeros de Agustín sentados a la puerta.
Uno de ellos le ofreció un asiento. Al coronel se le embrollaban las ideas. «Gracias»,
dijo. «Voy de paso.» Álvaro salió de la sastrería. En un alambre tendido entre dos
horcones del corredor colgó una pieza de dril mojada. Era un muchacho de formas
duras, angulosas, y ojos alucinados. También él lo invitó a sentarse. El coronel se
sintió reconfortado. Recostó el taburete contra el marco de la puerta y se sentó a
esperar que Álvaro quedara solo para proponerle el negocio. De pronto se dio cuenta
de que estaba rodeado de rostros herméticos.
-No interrumpo -dijo.
Ellos protestaron. Uno se inclinó hacia él. Dijo, con una voz apenas perceptible:
-Escribió Agustín.
El coronel observó la calle desierta.
-¿Qué dice?
-Lo mismo de siempre.
Le dieron la hoja clandestina. El coronel la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego
permaneció en silencio tamborileando sobre el envoltorio hasta cuando se dio cuenta
de que alguien lo había advertido. Quedó en suspenso.
-¿Qué lleva ahí, coronel?
El coronel eludió los penetrantes ojos verdes de Germán.
-Nada -mintió-. Que le llevo el reloj al alemán para que me lo componga.
«No sea bobo, coronel», dijo Germán, tratando de apoderarse del envoltorio.
«Espérese y lo examino.»
Él resistió. No dijo nada pero sus párpados se volvieron cárdenos. Los otros
insistieron.
-Déjelo, coronel. Él sabe de mecánica.
-Es que no quiero molestarlo.
-Qué molestarlo ni qué molestarlo -discutió Germán. Cogió el reloj-. El alemán le
arranca diez pesos y se lo deja lo mismo.
Entró a la sastrería con el reloj. Álvaro cosía a máquina. En el fondo, bajo una
guitarra colgada de un clavo, una muchacha pegaba botones. Había un letrero clavado
sobre la guitarra: «Prohibido hablar de política». El coronel sintió que le sobraba el
cuerpo. Apoyó los pies en el travesaño del taburete.
-Mierda, coronel.
Se sobresaltó. «Sin malas palabras», dijo.
Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del
coronel.
-Es por los zapatos -dijo-. Está usted estrenando unos zapatos del carajo.
-Pero se puede decir sin malas palabras -dijo el coronel, y mostró las suelas de sus
botines de charol-. Estos monstruos tienen cuarenta años y es la primera vez que oyen
una mala palabra.
«Ya está», gritó Germán adentro, al tiempo con la campana del reloj. En la casa
vecina una mujer golpeó la pared divisoria; gritó:
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