Page 22 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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               -Es por Agustín -dijo el coronel con un argumento previsto-. Imagínate la cara con
            que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.
               La mujer pensó efectivamente en su hijo.

               «Esos malditos gallos fueron su perdición», gritó. «Si el tres de enero se hubiera
            quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora.» Dirigió hacia la puerta un
            índice escuálido y exclamó:
               -Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le
            advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y
            me dijo: «Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata».
               Cayó  extenuada.  El coronel la empujó suavemente hacia la almohada. Sus ojos
            tropezaron con otros ojos exactamente iguales a los suyos. «Trata de no moverte»,
            dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cayó en un sopor
            momentáneo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos su  respiración  parecía  más
            reposada.
               -Es por la situación en que estamos -dijo-. Es pecado quitarnos el pan de la boca
            para echárselo a un gallo.
               El coronel le secó la frente con la sábana.
               -Nadie se muere en tres meses.

               -Y mientras tanto qué comemos -preguntó la mujer.
               -No sé -dijo el coronel-. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos
            muerto.

               El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió
            un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa
            de complicidad:
               -La vida es dura, camarada.
               Salió  a la calle. Vagó por el pueblo en siesta, sin pensar en nada, ni siquiera
            tratando  de  convencerse  de  que  su problema no tenía solución. Anduvo por calles
            olvidadas hasta cuando se encontró agotado. Entonces volvió a casa. La mujer lo sintió
            entrar y lo llamó al cuarto.
               -¿Qué?

               Ella respondió sin mirarlo.
               -Que podemos vender el reloj.
               El coronel había pensado en eso. «Estoy segura de que Álvaro te da cuarenta pesos
            enseguida», dijo la mujer. «Fíjate la facilidad con que compró la máquina de coser.»
               Se refería al sastre para quien trabajó Agustín.
               -Se le puede hablar por la mañana -admitió el coronel.
               -Nada de hablar por la mañana -precisó ella-. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo
            pones en la mesa y le dices: «Álvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre».
            Él entenderá enseguida.

               El coronel se sintió desgraciado.
               -Es como andar cargando el santo sepulcro -protestó-. Si me ven por la calle con
            semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona.

               Pero también esta vez su mujer lo convenció. Ella  misma  descolgó  el  reloj,  lo
            envolvió en periódicos y se lo puso entre las manos. «Aquí no vuelves sin los cuarenta

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