Page 21 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
Gabriel García Márquez
envolvió en una manta de lana y por un momento percibió la pedregosa respiración de
la mujer -remota- navegando en otro sueño. Entonces habló, perfectamente
consciente.
La mujer despertó.
-¿Con quién hablas?
-Con nadie -dijo el coronel-. Estaba pensando que en la reunión de Macondo
tuvimos razón cuando le dijimos al coronel Aureliano Buendía que no se rindiera. Eso
fue lo que echó a perder el mundo.
Llovió toda la semana. El dos de noviembre -contra la voluntad del coronel-, la
mujer llevó flores a la tumba de Agustín. Volvió del cementerio con una nueva crisis.
Fue una semana dura. Más dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el
coronel no creyó sobrevivir. El médico estuvo a ver a la enferma y salió de la pieza
gritando: «Con un asma como ésa yo estaría preparado para enterrar a todo el
pueblo». Pero habló a solas con el coronel y prescribió un régimen especial.
También el coronel sufrió una recaída. Agonizó muchas horas en el excusado,
sudando hielo, sintiendo que se pudría y se caía a pedazos la flora de sus vísceras. «Es
el invierno», se repitió sin desesperarse. «Todo será distinto cuando acabe de llover.»
Y lo creyó realmente, seguro de estar vivo en el momento en que llegara la carta.
A él le correspondió esta vez remendar la economía doméstica. Tuvo que apretar los
dientes muchas veces para solicitar crédito en las tiendas vecinas. «Es hasta la
semana entrante», decía, sin estar seguro él mismo de que era cierto. «Es una platita
que ha debido llegarme desde el viernes.» Cuando surgió de la crisis la mujer lo
reconoció con estupor.
-Estás en el hueso pelado -dijo.
-Me estoy cuidando para venderme -dijo el coronel-. Ya estoy encargado por una
fábrica de clarinetes.
Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los
huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y
del gallo. En la segunda quincena de noviembre creyó que el animal se moriría
después de dos días sin maíz. Entonces se acordó de un puñado de habichuelas que
había colgado en julio sobre la hornilla. Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de
semillas secas.
-Ven acá -dijo.
-Un momento -respondió el coronel, observando la reacción del gallo-. A buena
hambre no hay mal pan.
Encontró a su esposa tratando de incorporarse en la cama. El cuerpo estragado
exhalaba un vaho de hierbas medicinales. Ella pronunció las palabras, una a una, con
una precisión calculada:
-Sales inmediatamente de ese gallo.
El coronel había previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que
acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo. Había tenido tiempo de pensar.
-Ya no vale la pena -dijo-. Dentro de tres meses será la pelea y entonces podremos
venderlo a mejor precio.
-No es cuestión de plata -dijo la mujer-. Cuando vengan los muchachos les dices
que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.
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