Page 18 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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               -La ley fue promulgada demasiado tarde -dijo-. No todos tuvieron la suerte de usted
            que fue coronel a los veinte años. Además, no se incluyó una partida  especial,  de
            manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendos en el presupuesto.
               Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padecía un sordo
            resentimiento.  «Esto  no  es  una  limosna»,  dijo. «No se trata de hacernos un favor.
            Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la república.»  El  abogado  se  abrió  de
            brazos.
               -Así es, coronel -dijo-. La ingratitud humana no tiene límites.
               También  esa  historia  la  conocía  el coronel. Había empezado a escucharla al día
            siguiente del tratado de Neerlandia cuando el gobierno  prometió  auxilios  de  viaje  e
            indemnizaciones  a  doscientos  oficiales de la revolución. Acampado en torno a la
            gigantesca ceiba de Neerlandia un batallón revolucionario compuesto en gran parte por
            adolescentes  fugados de la escuela, esperó durante tres meses. Luego regresaron a
            sus  casas  por sus propios medios y allí siguieron esperando. Casi sesenta años
            después todavía el coronel esperaba.
               Excitado por los recuerdos asumió una actitud trascendental. Apoyó en el hueso del
            muslo la mano derecha -puros huesos cosidos con fibras nerviosas- y murmuró:
               -Pues yo he decidido tomar una determinación.
               El abogado quedó en suspenso.

               -¿Es decir?
               -Cambio de abogado.
               Una  pata seguida por varios patitos amarillos entró al despacho. El abogado se
            incorporó para hacerla salir. «Como usted diga, coronel»,  dijo,  espantando  los
            animales. «Será como usted diga. Si yo pudiera hacer milagros no estaría viviendo en
            este corral.» Puso una verja de madera en la puerta del patio y regresó a la silla.
               -Mi hijo trabajó toda su vida -dijo el coronel-. Mi casa está hipotecada. La ley de
            jubilaciones ha sido una pensión vitalicia para los abogados.
               -Para mí no -protestó el abogado-. Hasta el último centavo se  ha  gastado  en
            diligencias.
               El coronel sufrió con la idea de haber sido injusto.
               -Eso es lo que quise decir -corrigió. Se secó la frente con la manga de la camisa-.
            Con este calor se oxidan las tuercas de la cabeza.
               Un momento después el abogado revolvió el despacho en busca del  poder.  El  sol
            avanzó hacia el centro de la escueta habitación  construida  con  tablas  sin  cepillar.
            Después de buscar inútilmente por todas partes, el abogado se puso a gatas, bufando,
            y cogió un rollo de papeles bajo la pianola.
               Aquí está.
               Entregó al coronel una hoja de papel sellado. «Tengo que escribirles a mis agentes
            para que anulen las copias», concluyó. El coronel sacudió el polvo y se guardó la hoja
            en el bolsillo de la camisa.
               -Rómpala usted mismo -dijo el abogado.
               «No»,  respondió  el  coronel.  «Son veinte años de recuerdos.» Y esperó a que el
            abogado siguiera buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la hamaca a secarse el sudor.
            Desde allí miró al coronel a través de una atmósfera reverberante.
               -También necesito los documentos -dijo el coronel.

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