Page 15 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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               «Éste es el milagro de la multiplicación de los panes», repitió el coronel cada vez
            que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su  asombrosa
            habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parecía'  haber  descubierto  la  clave
            para  sostener  la  economía  doméstica  en el vacío. Octubre prolongó la tregua. La
            humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destinó
            tres tardes a su laborioso peinado. «Ahora empieza la misa cantada», dijo el coronel la
            tarde en que ella desenredó las largas hebras azules con un peine de dientes
            separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una sábana blanca en el regazo,
            utilizó un peine más fino para sacar los piojos que habían proliferado durante la crisis.
            Por último se lavó la cabeza con agua de alhucema, esperó a que secara, y se enrolló
            el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esperó. De
            noche, desvelado en la hamaca, sufrió muchas horas por la suerte del gallo. Pero el
            miércoles lo pesaron y estaba en forma.

            Esa  misma  tarde,  cuando  los compañeros de Agustín abandonaron la casa haciendo
            cuentas alegres sobre la victoria del gallo, también el coronel se sintió en forma. La
            mujer le cortó el cabello. «Me has quitado veinte años  de  encima»,  dijo  él,
            examinándose la cabeza con las manos. La mujer pensó que su marido tenía razón.
               -Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto -dijo.
               Pero su convicción duró muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que
            vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el último extremo de los
            recursos, la mujer manifestó su inquietud ante la situación.

               -No te preocupes -la consoló el coronel-. Mañana viene el correo.
               Al día siguiente esperó las lanchas frente al consultorio del médico.
               -El avión es una cosa maravillosa -dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del
            correo-. Dicen que puede llegar a Europa en una noche.
               «Así  es»,  dijo el médico, abanicándose con una revista ilustrada. El coronel
            descubrió al administrador postal en un grupo que esperaba el  final  de  la  maniobra
            para saltar a la lancha. Saltó el primero. Recibió del capitán un sobre lacrado. Después
            subió al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petróleo.
               -Pero no deja de tener sus peligros -dijo el coronel. Perdió de vista al administrador,
            pero lo recobró entre los frascos de colores del carrito de refrescos-. La humanidad no
            progresa de balde.
               -En la actualidad es más seguro que una lancha -dijo el médico-. A veinte mil pies
            de altura se vuela por encima de las tempestades.
               -Veinte mil pies -repitió el coronel, perplejo, sin concebir la noción de la cifra.
               El  médico  se  interesó.  Estiró la revista con las dos manos hasta lograr una
            inmovilidad absoluta.
               -Hay una estabilidad perfecta -dijo.
               Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de
            espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el
            saco del correo.





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