Page 12 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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            pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de
            las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En
            la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su
            presencia desbordaba la casa. «Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar», dijo,
            mientras revolvía la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer
            que la tierra del trópico es capaz de producir.
               -Si tienes ganas de cantar, canta -dijo el coronel-. Esto es bueno para la bilis.
               El  médico vino después del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban café en la
            cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó:
               -Se murieron los enfermos.
               El coronel se levantó a recibirlo.
               Así es, doctor -dijo dirigiéndose a la sala-. Yo siempre he dicho que su reloj anda
            con el de los gallinazos.
               La  mujer  fue al cuarto a prepararse para el examen. El médico permaneció en la
            sala con el coronel. A pesar del calor, su traje de lino intachable exhalaba un hálito de
            frescura. Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al coronel
            tres  pliegos  dentro  de un sobre. Entró al cuarto, diciendo: «Es lo que no decían los
            periódicos de ayer».
               El coronel lo suponía. Era una síntesis de  los  últimos  acontecimientos  nacionales
            impresa  en  mimeógrafo  para la circulación clandestina. Revelaciones sobre el estado
            de  la  resistencia  armada en el interior del país. Se sintió demolido. Diez años de
            informaciones clandestinas no le habían enseñado que ninguna noticia era más
            sorprendente que la del mes entrante. Había terminado de leer  cuando  el  médico
            volvió a la sala.

               -Esta paciente está mejor que yo -dijo-. Con  un  asma  como  ésa  yo  estaría
            preparado para vivir cien años.
               El coronel lo miró sombríamente. Le devolvió el sobre sin pronunciar una palabra,
            pero el médico lo rechazó.
               -Hágala circular -dijo en voz baja.
               El  coronel guardó el sobre en el bolsillo del pantalón. La mujer salió del cuarto
            diciendo: «Un día de éstos me muero y me lo llevo a los infiernos, doctor». El médico
            respondió en silencio con el estereotipado esmalte de sus dientes. Rodó una silla hacia
            la mesita y extrajo del maletín varios frascos de muestras gratuitas. La mujer pasó de
            largo hacia la cocina.
               -Espérese y le caliento el café.
               -No, muchas gracias -lijó el médico. Escribió la dosis en una hoja del formulario-. Le
            niego rotundamente la oportunidad de envenenarme.
               Ella rió en la cocina. Cuando acabó de escribir, el médico leyó la fórmula en voz alta
            pues tenía conciencia de que nadie podía descifrar su escritura. El  coronel  trató  de
            concentrar la atención. De regreso de la cocina la mujer descubrió en su rostro los
            estragos de la noche anterior.

               -Esta  madrugada  tuvo  fiebre  -dijo,  refiriéndose a su marido-. Estuvo como dos
            horas diciendo disparates de la guerra civil.
               El coronel se sobresaltó.




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