Page 9 - Gabriel Gacía Márquez - El coronel no tiene quien le escriba
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El coronel no tiene quien le escriba
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               El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer
            en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de
            sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de
            la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros
            de Agustín -oficiales de sastrería, como lo fue él,  y  fanáticos  de  la  gallera-
            aprovecharon la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma.
               El  coronel  volvió  al  cuarto cuando quedó solo en la casa con su mujer. Ella había
            reaccionado.
               -Qué dicen -preguntó.
               -Entusiasmados -informó el coronel-. Todos están ahorrando para apostarle al gallo.

               -No  sé  qué le han visto a ese gallo tan feo -dijo la mujer-. A mí me parece un
            fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas.
               -Ellos  dicen  que  es  el mejor del Departamento -replicó el coronel-. Vale como
            cincuenta pesos.
               Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el
            gallo,  herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir
            información clandestina. «Es una ilusión que cuesta caro», dijo la mujer. «Cuando se
            acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados.» El coronel se tomó
            todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero.
               -Es  por  pocos  meses  -dijo-. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero.
            Después podemos venderlo a mejor precio.
               Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estiró sobre la hornilla con dos
            planchas de hierro calentadas al carbón.
               -Cuál es el apuro de salir a la calle -preguntó.
               -El correo.
               «Se me había olvidado que hoy es viernes», comentó ella de regreso al cuarto. El
            coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos.
               Ya esos zapatos están de botar -dijo-. Sigue poniéndote los botines de charol.
               El coronel se sintió desolado.

               -Parecen zapatos de huérfano -protestó-. Cada vez que me los pongo me siento
            fugado de un asilo.
               -Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo -dijo la mujer.

               También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran
            las  lanchas.  Botines  de  charol,  pantalón  blanco sin correa y la camisa sin el cuello
            postizo,  cerrada  arriba  con  el botón de cobre. Observó la maniobra de las lanchas
            desde  el  almacén  del  sirio  Moisés. Los viajeros descendieron estragados después de
            ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y
            la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina.
               La última fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa
            desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada,
            descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El
            gallo  había  agudizado  su  ansiedad. Desde el instante en que el administrador de


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