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El coronel no tiene quien le escriba
Gabriel García Márquez
Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura
cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral
de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo.
La esposa del coronel contó doce campanadas.
-Mala para todos -dijo-. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: «El mundo está corrompido». Pero el
coronel no hizo ningún comentario. Antes de acostarse amarró el gallo a la pata de la
cama. Cerró la casa y fumigó insecticida en el dormitorio. Luego puso la lámpara en el
suelo, colgó la hamaca y se acostó a leer los periódicos.
Los leyó por orden cronológico y desde la primera página hasta la última, incluso los
avisos. A las once sonó el clarín del toque de queda. El coronel concluyó la lectura
media hora más tarde, abrió la puerta del patio hacia la noche impenetrable, y orinó
contra el horcón, acosado por los zancudos. Su esposa estaba despierta cuando él
regresó al cuarto.
-No dicen nada de los veteranos -preguntó.
-Nada -dijo el coronel. Apagó la lámpara antes de meterse en la hamaca-. Al
principio por lo menos publicaban la lista de los nuevos pensionados. Pero hace como
cinco años que no dicen nada.
Llovió después de la medianoche. El coronel concilió el sueño pero despertó un
momento después alarmado por sus intestinos. Descubrió una gotera en algún lugar
de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera
en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía
fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina.
Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario.
-Con quién hablas -preguntó la mujer.
-Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento del coronel
Aureliano Buendía -respondió el coronel. Se revolvió en la hamaca, hirviendo en la
fiebre-. Era el duque de Marlborough.
Amaneció estragado. Al segundo toque para misa saltó de la hamaca y se instaló en
una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todavía en
círculos concéntricos. Sintió náuseas. Salió al patio y se dirigió al excusado a través del
minucioso cuchicheo y los sombríos olores del invierno. El interior del cuartito de
madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete.
Cuando el coronel levantó la tapa surgió del pozo un vaho de moscas triangulares.
Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experimentó
la desazón del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo
digestivo. «No hay duda», murmuró. «Siempre me sucede lo mismo en octubre.» Y
asumió su actitud de confiada e inocente expectativa hasta cuando se apaciguaron los
hongos de sus vísceras. Entonces volvió al cuarto por el gallo.
-Anoche estabas delirando de fiebre- dijo la mujer.
Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El
coronel hizo un esfuerzo para recordar.
-No era fiebre -mintió-. Era otra vez el sueño de las telarañas.
Como ocurría siempre, la mujer surgió excitada de la crisis. En el curso de la
mañana volteó la casa al revés. Cambió el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro
de la ninfa. Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de
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