Page 63 - Rassinier Paul La mentira de Ulises
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RASSINIER : La mentira de Ulises
estado endémico, tal como el edema común y la nefritis. Seguidamente, están las heridas en
las manos, en los pies o en ambas extremidades a la vez. Los chanclos rozan, y
frecuentemente es necesario hacer trabajos inesperados con las manos, cuya piel se desgarra
con facilidad. Hay, finalmente, los dedos cortados, los brazos o piernas fracturados, etc. Todo
esto constituye la clientela de la "Aussere Ambulanz", y, a partir del 1 de junio de 1944, se
releva al negro Johnny, cuya competencia como médico acabó por ser de tal modo discutida
en la enfermería de Buchenwald, que a pesar de las garantías políticas que había dado ( ) nos
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fue remitido en un transporte. Naturalmente como médico, pero acompañado por una nota en
la que se precisaba que era más prudente emplearle como enfermero. Pröll pensó que el lugar
indicado para él era la Aussere Ambulanz y le confió la responsabilidad de ella.
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Johnny tiene bajo sus órdenes toda una compañía de Pfleger alemanes, polacos, checos
o rusos, que no conocen nada del trabajo que se les ha encargado y que hacen, deshacen y
vuelven a hacer las curas a lo que salga. Furúnculos o heridas, sólo tienen un remedio: la
pomada. Estos señores tienen ante ellos tarros de pomada de todos los colores: para el mismo
caso, ponen seriamente un día la negra, otro la amarilla o la roja, sin que se pueda adivinar la
razón interior que ha determinado su elección. ¡Y tenemos una suerte extraordinaria con que
todas las pomadas sean antisépticas!
En la "Innere Ambulanz", se presenta la gente que tiene la esperanza de ser
hospitalizada. Todas las noches son quinientos o seiscientos, los unos tan enfermos como los
otros. A veces hay diez o quince camas disponibles: póngase usted en lugar del médico que
debe escoger los diez o quince elegidos... Los otros son despedidos con o sin Schonung; se
vuelven a presentar al día siguiente y todos los días hasta que tengan la suerte de ser
admitidos: sin contar los que mueren antes de que haya sido dictaminado sobre su caso en la
medida de sus deseos.
Yo he conocido a presos que no se presentaban nunca en las duchas porque tenían
miedo de verlas vomitar gas ( ) en vez de agua. Un día, durante la visita semanal al bloque,
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los enfermeras les encontraban piojos... Entonces se les hacía sufrir tal tratamiento, a modo de
desinfección, que morían a causa de él. De la misma manera, he conocido a quienes no se
presentaban nunca en la enfermería: tenían miedo de ser tomados como cobayas o de ser
inyectados. Ellos se resistían, se resistían, se resistían contra y respecto a todos los consejos,
hasta que una noche el comando llevaba su cadáver a la plaza.
En Dora no había bloque de cobayas ni se practicaban inyecciones. Por otra parte, en
general y para todos los campos, las inyecciones no se utilizaban contra la masa de detenidos
sine por uno de los dos clanes de la H-Führung contra el otro: los verdes empleaban este
medio para desembarazarse elegantemente de un rojo del que sentían subir su estrella al cielo
de la S.S., o viceversa.
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Una feliz coincidencia de circunstancias hizo que yo lograse entrer en la enfermería el 8
de abril de 1944: desde hacía quince días arrastraba febrilmente por el campo un cuerpo que se
hinchaba de modo visible.
La hinchazón había comenzado en los tobillos.
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-- Ich auch, blöder Hund! ( ) --había manifestado mi Kapo.
Y no me quedó más remedio que continuar yendo a cargar las vagonetas del
Strassenbau 52. Una mañana, tuve que presentarme en la plaza con el pantalón en el brazo,
pues no había logrado ponérmelo.
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Posteriormente, he sabido que Johnny fue lo bastante astuto para obtener al mismo tiempo la protección de
Katzenellbogen, ese preso que decía ser de origen americano, que era médico general del campo y que cometió
suficientes exacciones para ser considerado tras la liberación como criminal de guerra.
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Las cámaras de gas, cuya existencia negaron algunos de la S. S., y otros justificaban por los razonamientos de
Mme Simone de Beauvoir, no existieron en Dora. Tampoco hubo de ellas en Buchenwald. Yo anoto, de paso, que
entre todos los que han descrito tan minuciosamente los horrores de este género de suplicio, por otra parte
perfectamente legítimo en los E.E. U.U., no hay que yo sepa ningún testigo ocular. (Véanse las páginas 187 y
siguientes.)
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¡Yo también, idiota!
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