Page 15 - Princesa a la deriva
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ESTA historia inicia con las palabras mágicas de: Érase que se era una vez, hace
cientos de años, una niña llamada Mila Milá, princesa del Reino del Elefante
Blanco, que salió a pasear en una pequeña embarcación por las riberas del reino
de su padre. Era un verano caluroso, húmedo, y la princesa se ahogaba dentro de
las paredes de palacio. Su padre le había sugerido un paseo en elefante a orillas
del mar, pero la princesita alegó que la brisa se adormecía tan pronto se pisaba la
playa, e ir sentada sobre el lomo de un paquidermo, lento y pesado, solo
aumentaría el calor hasta ahogarla en sudor. Ante los ruegos y argumentos de su
hija, el rey puso a su servicio una pequeña embarcación a condición de que no se
alejaran demasiado de la costa. Si bien desde tiempo atrás el reino vivía en
relativa paz, el rey era un hombre precavido.
Era una hermosa mañana con los vientos adormilados; las aguas tranquilas del
océano Índico asemejaban un espejo de jade. En la barca iban tres músicos y un
malabarista para entretener a la princesa, un pequeño séquito de pajes, y por
supuesto el aya, encargada de atender cualquier capricho de la niña. La nave, con
las velas henchidas, se deslizaba sobre el agua con tersura. La princesa,
recostada sobre unos almohadones de seda, saboreaba las golosinas puestas al
alcance de sus dedos mientras disfrutaba la brisa cálida que le acariciaba el
rostro. Era la primera vez en días que la abandonaba el malhumor provocado por
el calor opresivo.
La barca se aproximaba a la punta de la península, lugar de donde debía iniciar
su retorno a casa. La princesa quiso prolongar el paseo. Mandó decirle al capitán
que quería darle la vuelta a la punta y ver la famosa bahía de las Tortugas. El
capitán, preocupado, se presentó ante ella.
—Su Alteza Real, quisiera cumplir su deseo, pero debo acatar las instrucciones
del Rey su padre, que nos exigen llegar hasta la punta y regresar.
La princesa permaneció recostada y ni se dignó a mirarlo.
—Aya, infórmale al capitán que deseo conocer la bahía. Quiero que atrapen una
tortuga gigante para mi jardín.
El capitán cruzó miradas de preocupación con el aya.
—Pero, Su Alteza… —balbuceó el capitán.