Page 16 - Princesa a la deriva
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—Aya, por si el capitán no entiende, explícale que mi padre sabrá castigarlo por
no acatar mis órdenes; quizás lo deje colgado de los pulgares algunas horas.
El capitán miró hacia el horizonte: el sol todavía brillaba en lo alto del
firmamento, habría tiempo suficiente para regresar a palacio antes de que
anocheciera.
—Ah, Mila Milá, descendiente del sagrado Elefante Blanco, será un honor
llevarla a conocer la bahía de las Tortugas, y no partiremos hasta atrapar una
tortuga gigante para su hermoso jardín.
Atardecía cuando la nave retomó el camino a casa. Jalaba tras de sí a una
inmensa tortuga presa dentro de una red. El viento soplaba con fuerza y
levantaba el oleaje. El capitán ordenó bajar una de las velas. Un vigía, trepado en
lo alto de un mástil, gritó que a lo lejos se aproximaba una nube negra y espesa,
señal de mal tiempo. El capitán miró hacia el horizonte. La nave se deslizaba
rápidamente; las olas golpeaban con fuerza el casco y la espuma del mar
empezaba a bañar la cubierta de la barca.
El capitán le pidió a la princesa que descendiera a la cabina principal para
resguardarse del temporal, pero la niña, emocionada ante la amenaza de peligro,
desoyó sus palabras. Se quedó desafiando el viento con el cabello alborotado y el
vestido humedecido. Y con ella tuvieron que quedarse todos los miembros de su
séquito.
De improviso el cielo se encapotó y el oleaje barrió con fuerza la cubierta del
barco, golpeando a su paso a los presentes. El capitán insistió en que la princesa,
el aya, los pajes, los músicos, el malabarista se recluyeran de inmediato abajo.
Tan pronto vio al séquito real desaparecer de cubierta, ordenó que se tronchara la
red y se liberara a la tortuga gigante: las inmensas olas aventaban al pobre reptil
contra el casco de la embarcación. Un viento huracanado azotaba las velas. A
una orden del capitán, sus hombres las bajaron; los mástiles quedaron desnudos
ante el mar embravecido. Las olas recorrían feroces la cubierta arrasando a su
paso con barriles, sogas y cuerpos. El ulular del viento se comía los gritos de los
hombres que intentaban mantener a flote la embarcación. Todos se habían
amarrado con sogas a la cintura para evitar caer al mar y ahogarse. La nave se
sacudía como si fuera de papel. El capitán logró llegar hasta el piloto para
intentar entre ambos enderezar el timón. Fue una noche larga y oscura. Solo los
rayos, que tronaban enfurecidos, iluminaban brevemente las aguas turbulentas.