Page 22 - El secreto de la nana Jacinta
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Fue también la abuela quien nos hizo descubrir la importancia de las pequeñas

               cosas, de no menospreciar a quellos detalles casi imperceptibles que en la vida
               pueden hacer la diferencia: reparar en las ramas rotas de algún árbol podía
               convertirse en el rastro de algún animal que cazar; un mechón de pelo dorado
               entre los arbustos, la pista para alejarse de los terrenos del poderoso león.


               En la aldea, Ñandá tenía un lugar especial. Hombres y mujeres solían visitarla
               pues conocían su habilidad para curar. Desde niña, la abuela había aprendido a
               mezclar las hierbas para preparar pociones que aliviaban lo mismo la fiebre que
               el mal del sueño, el vómito negro que la tristeza y el miedo. Ñandá era curandera
               y por eso sabía los secretos escondidos en la tierra, en las plantas y las flores,
               pero además, Ñandá conocía el poder de la voz y de las palabras, y muchas
               veces la gente se aliviaba sólo con escucharla hablar.


               Nuestra vida era tranquila. Había que conseguir la comida, trabajar duro en la
               aldea y cuidarse de los animales salvajes, pero en realidad no nos hacía falta
               nada. Sin embargo, un día, aquel estado de paz terminó. Poco a poco, el miedo
               comenzó a apoderarse de nuestros vecinos y la abuela también se veía triste y
               preocupada. Su mirada no era la misma, parecía estar pensando siempre en otra
               cosa. Aun así, por las noches, Ñandá nunca dejó de cantarnos sus arrullos para
               dormir. Al salir las estrellas nos abrazaba para mecernos al ritmo de sus
               melodiosas palabras. Así, Utu, Bigú y yo nos quedábamos tranquilos, listos para
               soñar una noche más.
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