Page 12 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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El puerto libre






               LAS CUATRO mujeres de la casa sabíamos perfectamente que el pueblo donde

               vivía mi papá se llama Freeport. El Puerto Libre.

               Y partiendo del nombre uno se puede imaginar un millón de historias. Todas
               ellas con piratas y barcos cargados de tesoros. Se pueden imaginar, pero eso no

               significa que sean ciertas.

               “En Frípor”, se enorgullecía mi madre al contestar cada vez que alguien
               preguntaba dónde estaba mi papá. “Significa ‘el puerto libre’, me lo dijo mi hija

               la grande”, agregaba sin necesidad de pregunta alguna, sino por el simple hecho
               de dejarle bien claro a su interlocutor que su hija la grande, o sea, yo, sabía el
               suficiente inglés como para traducir el nombre de un pueblo más rascuache que
               ese donde vivíamos.


               A aquellas alturas de mi corta pero productiva vida, mi poco ilustrada generación
               llevaba cuatro años estudiando inglés. Y no llevábamos más porque apenas
               íbamos en cuarto de primaria. En vez de ponernos a un maestro a enseñarnos que
               pollito-chicken y gallina-hen durante cuatro cursos consecutivos y muy pocas
               variaciones, mejor nos hubieran puesto canciones o películas en inglés con
               subtítulos. Así, para ese momento mis compañeras de salón habrían conocido
               mucho más que cuatro palabras (dos de ellas ya enumeradas).


               Porque yo sabía más, muchas más. Y las sabía, insisto, porque soy muy lista y
               muy pronto me di cuenta de que un día el inglés me iba a ser de gran utilidad.
               Bueno, decir que soy muy lista es una exageración, porque no se necesitan
               muchas neuronas para hacer los cálculos de un hecho tan evidente: de ese pueblo
               en el que vivía, la mayoría de los hombres se van a trabajar a Estados Unidos; y
               de esa mayoría, más o menos la tercera parte terminarán arreando con la familia
               al cabo de un par de años. O sea que entre más pronto empezara a aprender

               inglés, mejor, porque de otro modo no iba a poder cantarle unas cuantas
               verdades a la gringa que, según la siempre pesimista de mi mamá, le iba a robar
               al marido; aunque mi Yaya decía que no, que la única loca en este mundo capaz
               de soportar las mañas de mi papá era justamente ella.
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