Page 13 - Puerto Libre. Historias de migrantes
P. 13
Y no es que mi papá tuviera muchas mañas ni que su señora esposa fuera una
santa: es que a mi Yaya, cuando nació, le insertaron un chip que la obliga a
seguir las costumbres que una larga lista de generaciones de mujeres han
mantenido. Puesto que odiar a los yernos se usa mucho entre la suegras de este
pueblo y sus alrededores, mi Yaya, por más que adorara a mi papá, se veía en la
necesidad de decir que el esposo de su hija era un patán.
Claro, eso es solo una teoría que se me ocurrió hace muchos, pero muchos años,
aunque eso sí, una muy buena. Lo malo es que todas mis teorías se quedaban
conmigo, porque mi único público no era muy dado ni a confirmar ni a discutir:
en realidad, lo único que se le daba era quitarse la ropa hasta quedar en puros
calzones para irse a meter a la pileta de agua, hasta que mi mamá o mi Yaya iban
a sacarla a jalones de orejas, amenazándola con no cuidarle el presunto catarro
que nunca le dio. Pero como no tenía más remedio que ser mi mejor amiga, a
riesgo de perderme como compañera de juegos, se hallaba en la necesidad de oír
todas mis “grandísimas e innovadoras ideas”; lo malo es que por lo general solo
se limitaba a eso: a oírlas. Luego hacía su inagotable y multiusos gesto de poner
los labios en forma de media luna hacia abajo, adelantar la barbilla como las
gallinas, alzar las cejas y pelar los ojos, gesto que lo mismo podía significar “Sí,
estoy de acuerdo” que “No lo creo, y además no me importa”. Por eso, yo tenía
muy pocas oportunidades de confirmar o desmentir mis hipótesis; de ahí que,
aún ahora, estas suelan quedarse en su estado más puro: en mi cabeza.
Ese ser acuático y casi mudo se llama Mi Hermana y tenía cinco años cuando mi
papá se fue a trabajar al gabacho.