Page 15 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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Un señor cartero y su bicicleta






               MUCHAS niñas de mi salón estaban convencidas de que la mejor defensa es el

               ataque. Y que el mejor ataque es el lloriqueo.

               Si no las querían perdonar por no haber hecho la tarea, lloraban. Si no había
               dinero para la séptima versión mejoradísima del mismo Pacman que veníamos

               jugando desde que el mundo es mundo, lloraban. Cuando había que recoger el
               cuarto pero no tenían ganas de hacerlo, lloraban. Y así hasta el fin de los
               tiempos.


               En mi casa las cosas nunca funcionaron de ese modo. O quizá sí, pero aquellos
               tiempos de gloria y felicidad quedaron cancelados en el mismísimo instante en el
               que Mi Hermana vino a dar con su esquelético cuerpo a este mundo.


               Mi Hermana no llora. Y si fuera solo ese hecho aislado, el suyo no sería un caso
               particular. No llorar es solo una de las muchas cosas que no hace. No se peina,
               no se deja hacer trampa en nada, no se queda atrás, no dice más palabras de las
               necesarias. Viene de otro planeta o está hecha de un material distinto del
               terrestre. En todo caso, con ella solo hay dos opciones: es una iluminada o está
               loca.


               Incluso mi Yaya, que (con perdón de mi madre) es la mujer más sabia que este
               mundo haya visto nacer, reconoce que con Mi Hermana no se puede.


               Sus respuestas son justas y acertadas, cuando las hay; sus acciones son precisas y
               carecen de motivo aparente; sus reacciones jamás sobrepasan el límite de la
               cordura y, sin embargo, nunca son las que cualquier gente normal tendría.
               Además, su apariencia de salvaje encuerado y desconocedor del peine también
               ayudaron a la percepción que el mundo tenía de ella. Los pelos solo se le
               aplacaban cuando mi papá le echaba unas gotas de limón, pero como en el
               momento en el que esta historia sucedió mi papá llevaba mucho tiempo sin estar
               en casa y, por supuesto, sin aplicarles limón a los pelos necios de Mi Hermana,
               ella llevaba exactamente el mismo tiempo viviendo (según palabras de mi Yaya)
               en su versión de “la madre del viento”, o sea, con el pelo al más puro estilo punk
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