Page 201 - La vida secreta de Rebecca Paradise
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Un rastro de pintaúñas






               Solo he podido mostrarte algunos de los muchos comentarios que recibió mi

               última historia del glob. Y continuaron llegando más y más en los días
               siguientes. Lo asombroso es que algunos estaban escritos por niños como Sarah,
               que ni siquiera estudiaban en el Colegio Paradise. Quiero decir... en mi escuela
               número cuatro. ¿Hasta dónde podría llegar el asunto? Tenía que hablarlo con
               Álex.


               Hubo una cosa que me sorprendió más que descubrir lo popular que se había
               vuelto el glob de la noche a la mañana. Y fue que, justo al poner el punto final al
               relato de mi visita al Saint Patrick (un poco adornado, tal vez), en el cielo estalló
               realmente un gran relámpago, como el de mi historia, y comenzó a llover a
               cántaros. Al parecer, Rebecca no solo era una gran espía internacional, sino
               también una gran adivina, o quizá una gran meteoróloga.


               El caso es que continuó diluviando toda la semana.


               Diluviaba cuando, a la mañana siguiente, le conté a Leanne que había pasado un
               horrible resfriado, pero que ya me encontraba mucho mejor y que no tendría que
               faltar otro día a clase.


               Diluviaba cuando el miércoles me crucé con George y le dije que todo iba bien
               en el periódico y que iban a nombrarme jefa de relaciones con los lectores.


               Y aún seguía diluviando cuando el viernes entré con mi impermeable empapado
               y mi paraguas chorreando en la redacción de El Noticiero.


               La tormenta dentro del aula era aún mayor que la de fuera. El corro de sillas
               desconchadas se había dispersado en un montón de grupitos desordenados donde
               la gente discutía a voces. Una niña mostraba a otra sus ideas en la pizarra y la
               segunda, impaciente, corría a corregirlas con el borrador, levantando grandes
               nubes de polvo de tiza. Otros trabajaban en solitario, pero cada dos por tres
               pedían silencio a gritos porque no podían concentrarse. El suelo estaba lleno de
               huellas embarradas. Olía a papel mojado y a lluvia estrellándose con violencia
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