Page 281 - Dune
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Halleck asintió, oyendo un débil susurro y un leve silbar del aire en el momento
           en  que  se  abría  la  compuerta  estanca  a  su  lado.  Se  volvió,  bajó  la  cabeza  para
           franquear el umbral, y salió del despacho.

               Se encontró en la sala de asambleas, a la que habían sido conducidos él y sus
           hombres  por  los  ayudantes  de  Tuek.  Era  una  cavidad  larga  y  estrecha  excavada
           directamente en la roca, cuyas lisas paredes evidenciaban el uso de cortadores a rayos

           para el trabajo. El techo era lo suficientemente alto como para mantener el soporte
           natural de la cúpula de roca y para permitir la circulación interior del aire. Panoplias
           y armeros se alineaban a lo largo de las paredes.

               Halleck  notó  con  un  toque  de  orgullo  que  la  mayor  parte  de  sus  hombres  aún
           válidos  permanecían  en  pie…  para  ellos  no  existían  ni  el  cansancio  ni  el
           desfallecimiento. Las camillas estaban agrupadas a la izquierda, y cada herido tenía a

           su lado un compañero.
               El adiestramiento de los Atreides: «¡Velaremos por nuestros hombres!», era aún

           un núcleo indestructible en ellos, observó Halleck.
               Uno de sus lugartenientes avanzó hacia él, con el baliset de nueve cuerdas fuera
           de su estuche. El hombre hizo un rápido saludo y dijo:
               —Señor,  los  médicos  dicen  que  no  hay  esperanzas  para  Mattai.  Aquí  no  hay

           banco de órganos ni de huesos… sólo medicina de urgencia. Mattai no sobrevivirá,
           dicen, y quiere pediros algo.

               —¿Qué es ello?
               El lugarteniente le tendió el baliset.
               —Mattai os pide una canción para endulzar su muerte, señor. Dice que vos sabéis
           una… la que os ha pedido tantas veces —el lugarteniente tragó saliva—. Es aquella

           llamada «Mi mujer», señor. Si vos…
               —Ya sé —Halleck tomó el baliset, sacó el multipic y lo ajustó a su dedo. Pulsó

           una cuerda del instrumento, comprobando que alguien lo había afinado por él. Sintió
           un ardor en los ojos, pero rechazó todo pensamiento mientras avanzaba, probando
           unos acordes y esforzándose por sonreír de una manera casual.
               Varios  de  sus  hombres  y  un  médico  de  los  contrabandistas  estaban  inclinados

           sobre una camilla. Uno de los hombres empezó a cantar en voz muy baja mientras
           Halleck se acercaba, cogiendo inmediatamente el ritmo con la facilidad de una larga

           costumbre:



               Mi mujer está en su ventana,
               Curvas líneas tras los cuadrados cristales.
               Se inclina hacia mí, me tiende los brazos

               en el crepúsculo rojo y dorado.
               Venid a mí…




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