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En primera






                            persona





                                                                         14 de marzo de 2020. El Gobierno
                                                                         de España decreta el Estado
                                                                         de Alarma por el virus de la

                                                                         Covid-19.







              l país se confinó por unos días. Nadie po-
              día salir de sus casas, excepto el personal
         Ede servicios esenciales. Se cerraron bares,
          centros comerciales y algunos centros de salud.
          Cuando salíamos a la calle, lo hacíamos con mas-
          carilla, guantes y debíamos lavarnos las manos
          constantemente con jabón o gel hidroalcohólico.

          Mi cabeza no dejaba de pensar qué hacer, si ir a
          trabajar o no. La familia y amigos me decían que
          no, que era peligroso, que podía contagiarme. Yo
          en contra de todos y sin miedo me puse en mar-
          cha, no podía dejar sola a la persona de 85 años a
          la que cuido y que tan importante es para mí.
          El primer día salí de casa con la desagradable
          sensación que me producía llevar guantes y mas-
          carilla. Estaba viviendo una pesadilla. Me subí al
          tren y me pregunté ¿dónde está la gente? Íba-
          mos muy pocas personas y cada vez menos con-
          forme pasaban los días. Llegó un momento en
          el que viajaba sola ¡Qué terrible sensación! Sola,
          en el vagón del tren y del metro, miraba todo el
          tiempo hacia atrás para ver si alguien me perse-
          guía, hasta que llegaba a Callao. Cuando subía
          las escaleras mecánicas pensaba, “siempre tan
          abarrotadas y ahora tan vacías” Estaba desando
          llegar a mi destino. Me faltaba el aire, no sé si era
          por la mascarilla a la que no me acostumbraba,
          o por la ansiedad que me provocaba la soledad
          del trayecto. Callao, Gran Vía, Plaza Luna, Mala-
          saña… también vacías. Solo la presencia de la

          policía, de la UME, que un día me pidió el justifi-
          cante de trabajo y me produjo gran nerviosismo,
          me llevó a recordar como mi padre me contaba
          aquellos  años  tan  duros  en  los  que  tenían  que
          moverse con salvoconductos. Las calles sin co-




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