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de esta fama, hicieron compañía a pérdida o a ganancia, para desaguar aque-
lla laguna y gozar de su tesoro. Sondáronla y hallaron que tenía veintitrés
o veinticuatro brazas de agua, sin el cieno, que era mucho. Acordaron ha-
cer una mina por la parte del oriente de la laguna, por do pasa el río llamado
Yúcay, porque por aquella parte está la tierra más baja que el suelo de la
laguna, por do podía correr el agua y quedar en seco la laguna, y por las
otras partes no podían desaguarla, porque está rodeada de sierras. No abrie-
ron el desaguadero ~ tajo abierto desde lo alto ( que quizá les fuera mejor)
por parecerles más barato entrar por debajo de tierra con el socavón. Em-
pezaron su obra el año de mil y quinientos y cincuenta y siete, con grandes
esperanzas de haber el tesoro, y, entrados ya más de- cincuenta pasos por el
cerro adelante, toparon con una peña, y aunque se esforzaron a romperla,
hallaron que era de pedernal, y porfiando con ella, vieron que sacaban más
fuego que piedra. Por lo cual, gastados muchos ducados de su caudal, per-
dieron sus esperanzas y dejaron la empresa. Yo entré por la cueva dos o tres
veces, cuando andaban en la obra. Así que hay fama pública, como la tu-
vieron aquellos españoles, de haber escondido los indios infinito tesoro en
lagos, cuevas y en montañas sin que haya esperanza de que se pueda cobrar.
Los Reyes Incas, demás del templo y su gran ornato, ennoblecieron
mucho aquella isla, por ser la primera tierra que sus primeros progenitores,
viniendo del cielo, habían pisado, como ellos decían. Allanáronla todo lo
que ser pudo, quitándole peñas y peñascos; hicieron andenes, los cuales
cubrieron con tierra buena y fértil, traída de lejos, para que pudiese llevar
maíz, porque en toda aquella región, por ser tierra muy fría, no se coge de
ninguna manera. En aquellos andenes lo sembraban con otras semillas, y,
con los muchos beneficios que le hacían, cogían algunas mazorcas en poca
cantidad, las cuales llevaban al Rey por cosa sagrada y él las llevaba al tem-
plo del Sol y de ellas enviaba a las vírgenes escogidas que estaban en el
Cuzco y mandaba que se llevasen a otros conventos y templos que por el
reino había, un año a unos y otros, para que todos gozasen de aquel grano
que era como traído del cielo. Sembraban de ello en los jardines de los
templos del Sol y de las casas de las escogidas en las· provincias donde las
había, y lo que se cogía se repartía por los pueblos de las tales provincias.
Echaban algunos granos en los graneros del Sol y en los del Rey y en los
pósitos de los concejos, para que como cosa divina guardase, aumentase
y librase de corrupción el pan que para el sustento común allí estaba re-
cogido. Y el indio que podía haber un grano de aquel maíz o de cualquiera
otra semilla para echarlo en sus orones, creía que no le había de faltar pan
en toda su vida: tan supersticiosos como esto fueron en cualquiera cosa que to-
caba a sus Incas.
FIN DEL LIBRO TERCERO
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