Page 79 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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equivalía a llamarla a este mundo, a prestarle forma y sustancia, a imbuirla de

               poder. No sabía muy bien qué opinar de esas teorías. Sí que había algo en su
               fuero interno, no obstante, tal vez un espíritu animal, que empatizaba con los
               temores del muchacho. La oscuridad de las montañas era un peso físico que
               los oprimía y parecía estar escuchando lo que decían.

                    Bane  hizo  una  pausa  para  contemplar  las  tinieblas  agazapadas  sobre  el
               alegre círculo de la hoguera antes de mirar a Stevens directamente a los ojos.
                    —En  Seattle  conocí  a  un  indio.  Pata  de  Cuervo,  ese  era  su  nombre,
               oriundo  de  Storm  King  Mountain.  Klallam  se  llamaba  su  tribu.  Su  pueblo

               lleva  cazando  por  estos  pagos  desde  mucho  antes  que  los  ojos  redondos
               aprendieran a ahuecar los troncos para construir canoas. Me contó cosas, y me
               da que el piel roja sabía lo que se decía.
                    —¿Quién  se  va  a  creer  lo  que  diga  un  indio?  —replicó  Stevens—.

               Cabrones supersticiosos.
                    —Eso.  ¿Y  por  qué  vas  y  te  pones  a  rajar  precisamente  ahora?  —acotó
               Horn, resentido y atemorizado aún su tono. Ma, acuclillado a su lado, con la
               cabeza agachada, se dedicaba a escarbar en la tierra con un cuchillo. Miller

               vio que el bruto era todo oídos, a pesar de las apariencias.
                    —Por ese mapa tuyo —respondió Bane, dirigiéndose a Stevens.
                    —¿De qué diablos me hablas? ¿El mapa? No hay quien te entienda. —
               Stevens extrajo el mapa en cuestión de uno de sus bolsillos, lo desenrolló y lo

               escudriñó con los párpados entrecerrados.
                    —¿De dónde has sacado eso? —preguntó Miller, que se había fijado en el
               borde aserrado de la hoja de papel—. ¿Lo arrancaste de algún libro?
                    —Qué  sé  yo.  Me  lo  dio  McGrath.  Lo  obtendría  del  súper,  lo  más

               probable.
                    —Mi abuelo —dijo Bane, con los ojos abiertos de par en par ahora— era
               reverendo y profesor. Tenía un montón de libros desperdigados por toda la
               casa cuando yo era un mocoso.

                    —¿Pero tú sabes leer, Moses? —se burló Calhoun, reclinado, con los ojos
               tapados  por  el  sombrero  de  ala  ancha.  Los  hombres  reaccionaron  con  una
               risita nerviosa.
                    —Sí, ya lo creo. Claro que sé leer, y hasta escribir con buena letra cuando

               me lo propongo.
                    —Además  recita  unos  poemas  preciosos  —dijo  Ruark,  sin  apartar  la
               mirada  del  cuchillo  que  estaba  afilando—.  Mis  preferidos  son  los  de
               Shakespeare.  —Aquellas  fueron  las  primeras  y  únicas  palabras  que  había

               pronunciado en toda la jornada.




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