Page 74 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
P. 74

discurso hasta volverlo prácticamente ininteligible. Sus proezas físicas eran

               legendarias.  Era  capaz  de  echarse  a  andar  con  ciento  treinta  kilos  de  cable
               enrollado a los hombros sin inmutarse. Una vez agarró un tronco desbastado
               que solo habían podido mover entre tres y lo levantó por encima de la cabeza
               con un gruñido y un soplido antes de lanzarlo a la pila; en otra ocasión, no

               menos mítica, tiró él solo de una estufa de campamento de hierro forjado de al
               menos doscientos cincuenta kilos para sacarla del barro antes de que a sus
               compañeros les diera tiempo a arreglar las mulas. Nadie retaba a Ma a luchar
               a brazo partido, ni a echar un pulso siquiera.

                    Thaddeus  Horn,  un  muchacho  huesudo  educado  a  la  mejor  usanza  del
               Kentucky profundo, se cubría la cabeza con un mugriento y pringoso gorro de
               piel  de  mapache  que,  según  él,  pertenecía  a  su  familia  desde  hacía  tres
               generaciones. El aspecto aplastado, repugnantemente desteñido e infestado de

               chinches del sombrero inducía a Miller a no desconfiar ni por un momento de
               semejante  aseveración.  El  chico  cargaba  con  un  rifle  Springfield  de
               dimensiones descomunales que podría pasar sin problemas por una reliquia de
               la guerra de la Independencia de Texas, o por cualquiera de los tumbabisontes

               que debió de disparar Sam Houston en las almenas del Álamo; aunque por
               otra parte, Cullen Ruark le profesaba una confianza ciega a su Big Fifty, y
               Moses Bane se jactaba con socarronería de que su viejo Rigby podría derribar
               un árbol pequeño si le diera por accionar los dos cañones a la vez.

                    Miller le preguntó a Horn si había visto a Stevens o a los demás. Con un
               ademán en dirección a las montañas, el muchacho respondió que el trío debía
               de haber decidido poner pies en polvorosa antes de que el capataz cambiara
               de parecer y los mandara a todos otra vez a talar árboles.

                    Salieron del campamento anadeando entre los restos y los despojos de una
               vasta  franja  de  terreno  desforestado.  Las  vertientes  aledañas  estaban
               sembradas de tocones y tiras de corteza naranja. La savia y el agua rezumaban
               de la marga como de un enorme tajo infectado. Semejante devastación era la

               que cabría esperar de un bombardeo, o tal vez fuera que el mismísimo Proteo
               había  surgido  de  las  profundidades  para  hacer  jirones  la  piel  de  la  anciana
               montaña y desnudarla hasta dejar al descubierto sus huesos de granito.
                    Bane,  Ruark  y  Stevens  los  esperaban  en  la  linde  del  bosque  profundo.

               Cerca de allí, tres mulas de carga amarradas se dedicaban a rumiar la maleza.
               Ruark era un zoquete, puro nervio, cuya barba blanca como la nieve llegaba
               hasta el botón central de su chaleco de cuero. Nadie sabía gran cosa acerca de
               él;  era  parco  en  palabras,  pero  manejaba  el  hacha  con  una  habilidad

               endiablada. Moses Bane, otro de los veteranos, lucía unos cabellos igual de




                                                       Página 74
   69   70   71   72   73   74   75   76   77   78   79